La crisis de la atención

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La economía de la atención es el entorno en el que somos recompensados por el extremismo

 

Nos inventamos catástrofes todo el tiempo. Ciertas, falsas, da igual. Abre Twitter ahora mismo y lee varios trinos al azar. Si te parece que en la actualidad lo que determina la percepción social es el sentimiento omnipresente de que el mundo se está volviendo loco, estás en lo correcto.

Los ires y venires de las redes, cargados de opiniones contradictorias y de información descontextualizada, sólo encuentran segundos de nuestra atención. Nuestro pulgar hiperquinético viaja por la pantalla y se detiene a pequeños instantes en algunos de los posteos. Si acaso.

Umair Haque, director de Havas Media Lab en Londres y cabeza de Bubblegeneration, lanzó en su ensayo The Age of the Imbecile, la siguiente apuesta: “Estoy seguro que unos instantes después de leer los encabezados de la prensa, todos agitan la cabeza y murmuran algo así como ‘Jesús, vivimos en la era de la estupidez catastrófica’. Es como un tsunami de imbecilidad se formara, en slow-motion, llevando recargas eléctricas de tonterías para alimentar nubes de idiotez”.

Reduzcamos adjetivos para no alimentar a las fieras del nihilismo, porque ese cuento de la negación resulta inútil y absurdo. Mejor vayamos al meollo del asunto, de la mano del propio Haque, también autor de los libros The New Capitalist Manifesto y Betterness: Economics for Humans. En una disertación más reciente titulada The Age of Catastrophism, el británico intenta explicar por qué las fuerzas que dan la bienvenida al colapso económico, social y planetario están creciendo en todo el mundo, convirtiéndose en el gran elefante en la habitación:

“Los catastrofistas son personas por las que estamos votando, aplaudiendo y celebrando que están llevando a sus sociedades hacia el colapso”. Exacto: aquellos que elevan a dimensiones épicas los problemas que vivimos y que proponen soluciones grandilocuentes, como construir muros para impedir la entrada de migrantes, salidas negociadas o forzadas de acuerdos de integración política y económica, etcétera.

Un tranvía llamado atención

El que busca, encuentra. Es decir, todo lo anterior exige plantearnos a qué es a lo que le estamos poniendo atención. Los muros de las redes sociales son los muros de los lamentos. Toda señal catastrófica, de tintes apocalípticos, es lo que se comparte más. Y no es que aquí haya algo verdaderamente nuevo bajo el sol, porque los tabloides amarillistas tienen varios siglos de vida –y se mantienen muy exitosos–.

Lo novedoso, si acaso, es que ahora estudiamos el fenómeno y, como todo lo que nos necesitamos explicar, le obsequiamos términos. En este caso, le hemos comenzado a llamar “la economía de la atención”, este entorno en el que la gente es esencialmente recompensada por el extremismo. Se trata de llamar la atención a toda costa para generar una lluvia continua de likes, shares y comments. Mark Manson, autor de The Subtle Art of Not Giving a F*ck y gran bloguero
(MarkManson.net), lo describe con mayor elocuencia: “En la economía de la atención, la gente es recompensada por sus prejuicios o por incitar los peores temores, por dibujar un mundo que se está incendiando, sea con el matrimonio gay, la violencia policíaca, el terrorismo islámico o las bajas tasas de interés” (agréguense aquí el tipo de cambio, las balas del narco, la guardia nacional y cuanta calamidad venga a la mente).

Nuestro pulgar hiperquinético viaja por la pantalla y se detiene a pequeños instantes en algunos de los posteos. Si acaso.

Sí. Internet ha generado una plataforma donde las creencias apocalípticas son celebradas y difundidas sin los filtros que (dicen algunos) se tenían antes. Baste con recordar el extendido episodio de aquella creencia escatológica que sostenía que en el solsticio de invierno del año 2012 el mundo desaparecería. Sin siquiera abrir un mínimo espacio de reflexión, la gente estaba convencida de que estaba claramente inscrita en una estela maya la profecía que señalaba el término de nuestra vida en el planeta en diciembre de ese año. Y aquí estamos, pues, todavía compartiendo todo tipo de creencias apocalípticas de índole científico, tecnológico, económico, político y social, en un espacio
–agrega Manson– “donde la moderación y la razón son algo demasiado complejo y tedioso de defender”.

Como en todo sistema económico, la balanza se inclina hacia donde se ofrecen las mayores recompensas. En nuestra era –la de la información, del conocimiento–, el verdadero duelo se libra en los espacios digitales, donde los medios privilegian naturalmente el tráfico de usuarios hacia su oferta informativa o de entretenimiento (el famoso clickbait) y donde los mismos usuarios comparten lo que les viene en gana a la hora que sea, en espera de llamar la atención de los otros. En medio, por supuesto, de muy diversas maneras, los mercadólogos y publicistas van buscando maneras de atrapar la atención –más dispersa que nunca– de la gente.

Zapping, scrolling y mitos.

Lo que en la década de los 80/90 suponía ya el gran poder del espectador (ese liberador artefacto llamado control remoto), a través de hacer zapping por diferentes canales, en el momento actual lo tiene el pulgar, esa extensión de nuestro cuerpo que ejerce el poder del scrolling y se detiene donde le apetece mirar, leer o escuchar algo, principalmente en su smartphone.La era de la distracción, catalogan algunos, acentuada por la idea de que los dispositivos digitales y las redes sociales son las que están destruyendo nuestra concentración y memoria. Frank Furedi, en un artículo publicado en el diario inglés The Independent, señala que esto ya debería ser un mito superado, precisamente porque la historia comprueba que cada vez que hay un avance en la tecnología de comunicaciones, sufrimos los mismos temores. Tan es así, que hay productores –geniales, por cierto– que han transformado estos miedos en historias de distopía digital con varias temporadas en Netflix (adivinaste bien: Black Mirror).

“Todos los días –escribe Furedi– se publica o comparte un nuevo estudio que nos pretende demostrar cómo la dependencia digital tiene efectos nocivos sobre nuestros niveles de atención, concentración y memoria. Centenas de autores han escrito libros de muchas páginas sobre este supuesto fenómeno. Si esto fuera cierto, me pregunto entonces quiénes conservan la capacidad de leer hasta el final todos esos libros”.

El elocuente Umberto Eco decía que “las redes sociales le han dado derecho a hablar a legiones de idiotas”. En realidad, el problema no está en la democratización de las opiniones, sino en los mandatos de los algoritmos.

La capacidad de atención, en realidad, no disminuye. En todo caso, se dispersa ante un mucho mayor número de estímulos. El propio Sócrates (¡ja!) reaccionó al invento de la escritura como algo que debilitaría la memoria de los lectores porque afectaría su habilidad para recordar. Ante el auge de las grandes novelas de los siglos XVIII y XIX, creció la idea de que estas largas lecturas, distractoras, representaban un problema
mayúsculo y causaban una suerte del hoy conocido como Déficit de Atención Dispersa.

La modernidad, lo que tenemos enfrente, genera incertidumbre. Pero no hay ninguna evidencia de que nuestra exposición constante a plataformas digitales ocasione trastornos en nuestra capacidad de conocimiento, concentración, memoria y atención.

Dicho de otra manera: no es internet, somos nosotros. El elocuente Umberto Eco decía que “las redes sociales le han dado derecho a hablar a legiones de idiotas”. En realidad, el problema no está en la democratización de las opiniones, sino en los mandatos de los algoritmos, que filtran todo aquello con lo que no coincidimos para mantenernos en una burbuja que simplemente refuerza nuestras creencias. De ahí que si tus redes están hiperventilando de ideas catastrofistas, es evidente que te has manifestado partidario de las crónicas del colapso y ese contenido llega para convencerte de que estás en lo correcto.

En nuestra era –la de la información, del conocimiento–, el verdadero duelo se libra en los espacios digitales, donde los medios privilegian naturalmente el tráfico de usuarios hacia su oferta informativa o de entretenimiento (el famoso clickbait).

Lo cierto es que tenemos grandes retos enfrente. “Uno de los grandes desafíos de nuestra era –relata el citado Umair Haque– es recuperar el mundo de manos de los catastrofistas. Los suicidas necesitan ayuda, no poder. El primer paso es entender que el ascenso del catastrofismo y de la era del colapso es algo sobre lo que debemos analizar, reflexionar, comprender y,
finalmente, actuar”.

 

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La economía de la atención es el entorno en el que somos recompensados por el extremismo

 

Nos inventamos catástrofes todo el tiempo. Ciertas, falsas, da igual. Abre Twitter ahora mismo y lee varios trinos al azar. Si te parece que en la actualidad lo que determina la percepción social es el sentimiento omnipresente de que el mundo se está volviendo loco, estás en lo correcto.
Los ires y venires de las redes, cargados de opiniones contradictorias y de información descontextualizada, sólo encuentran segundos de nuestra atención. Nuestro pulgar hiperquinético viaja por la pantalla y se detiene a pequeños instantes en algunos de los posteos. Si acaso.
Umair Haque, director de Havas Media Lab en Londres y cabeza de Bubblegeneration, lanzó en su ensayo The Age of the Imbecile, la siguiente apuesta: “Estoy seguro que unos instantes después de leer los encabezados de la prensa, todos agitan la cabeza y murmuran algo así como ‘Jesús, vivimos en la era de la estupidez catastrófica’. Es como un tsunami de imbecilidad se formara, en slow-motion, llevando recargas eléctricas de tonterías para alimentar nubes de idiotez”.

Reduzcamos adjetivos para no alimentar a las fieras del nihilismo, porque ese cuento de la negación resulta inútil y absurdo. Mejor vayamos al meollo del asunto, de la mano del propio Haque, también autor de los libros The New Capitalist Manifesto y Betterness: Economics for Humans. En una disertación más reciente titulada The Age of Catastrophism, el británico intenta explicar por qué las fuerzas que dan la bienvenida al colapso económico, social y planetario están creciendo en todo el mundo, convirtiéndose en el gran elefante en la habitación:
“Los catastrofistas son personas por las que estamos votando, aplaudiendo y celebrando que están llevando a sus sociedades hacia el colapso”. Exacto: aquellos que elevan a dimensiones épicas los problemas que vivimos y que proponen soluciones grandilocuentes, como construir muros para impedir la entrada de migrantes, salidas negociadas o forzadas de acuerdos de integración política y económica, etcétera.
Un tranvía llamado atención
El que busca, encuentra. Es decir, todo lo anterior exige plantearnos a qué es a lo que le estamos poniendo atención. Los muros de las redes sociales son los muros de los lamentos. Toda señal catastrófica, de tintes apocalípticos, es lo que se comparte más. Y no es que aquí haya algo verdaderamente nuevo bajo el sol, porque los tabloides amarillistas tienen varios siglos de vida –y se mantienen muy exitosos–.
Lo novedoso, si acaso, es que ahora estudiamos el fenómeno y, como todo lo que nos necesitamos explicar, le obsequiamos términos. En este caso, le hemos comenzado a llamar “la economía de la atención”, este entorno en el que la gente es esencialmente recompensada por el extremismo. Se trata de llamar la atención a toda costa para generar una lluvia continua de likes, shares y comments. Mark Manson, autor de The Subtle Art of Not Giving a F*ck y gran bloguero
(MarkManson.net), lo describe con mayor elocuencia: “En la economía de la atención, la gente es recompensada por sus prejuicios o por incitar los peores temores, por dibujar un mundo que se está incendiando, sea con el matrimonio gay, la violencia policíaca, el terrorismo islámico o las bajas tasas de interés” (agréguense aquí el tipo de cambio, las balas del narco, la guardia nacional y cuanta calamidad venga a la mente).

Nuestro pulgar hiperquinético viaja por la pantalla y se detiene a pequeños instantes en algunos de los posteos. Si acaso.

Sí. Internet ha generado una plataforma donde las creencias apocalípticas son celebradas y difundidas sin los filtros que (dicen algunos) se tenían antes. Baste con recordar el extendido episodio de aquella creencia escatológica que sostenía que en el solsticio de invierno del año 2012 el mundo desaparecería. Sin siquiera abrir un mínimo espacio de reflexión, la gente estaba convencida de que estaba claramente inscrita en una estela maya la profecía que señalaba el término de nuestra vida en el planeta en diciembre de ese año. Y aquí estamos, pues, todavía compartiendo todo tipo de creencias apocalípticas de índole científico, tecnológico, económico, político y social, en un espacio
–agrega Manson– “donde la moderación y la razón son algo demasiado complejo y tedioso de defender”.

Como en todo sistema económico, la balanza se inclina hacia donde se ofrecen las mayores recompensas. En nuestra era –la de la información, del conocimiento–, el verdadero duelo se libra en los espacios digitales, donde los medios privilegian naturalmente el tráfico de usuarios hacia su oferta informativa o de entretenimiento (el famoso clickbait) y donde los mismos usuarios comparten lo que les viene en gana a la hora que sea, en espera de llamar la atención de los otros. En medio, por supuesto, de muy diversas maneras, los mercadólogos y publicistas van buscando maneras de atrapar la atención –más dispersa que nunca– de la gente.
Zapping, scrolling y mitos.
Lo que en la década de los 80/90 suponía ya el gran poder del espectador (ese liberador artefacto llamado control remoto), a través de hacer zapping por diferentes canales, en el momento actual lo tiene el pulgar, esa extensión de nuestro cuerpo que ejerce el poder del scrolling y se detiene donde le apetece mirar, leer o escuchar algo, principalmente en su smartphone.La era de la distracción, catalogan algunos, acentuada por la idea de que los dispositivos digitales y las redes sociales son las que están destruyendo nuestra concentración y memoria. Frank Furedi, en un artículo publicado en el diario inglés The Independent, señala que esto ya debería ser un mito superado, precisamente porque la historia comprueba que cada vez que hay un avance en la tecnología de comunicaciones, sufrimos los mismos temores. Tan es así, que hay productores –geniales, por cierto– que han transformado estos miedos en historias de distopía digital con varias temporadas en Netflix (adivinaste bien: Black Mirror).
“Todos los días –escribe Furedi– se publica o comparte un nuevo estudio que nos pretende demostrar cómo la dependencia digital tiene efectos nocivos sobre nuestros niveles de atención, concentración y memoria. Centenas de autores han escrito libros de muchas páginas sobre este supuesto fenómeno. Si esto fuera cierto, me pregunto entonces quiénes conservan la capacidad de leer hasta el final todos esos libros”.

El elocuente Umberto Eco decía que “las redes sociales le han dado derecho a hablar a legiones de idiotas”. En realidad, el problema no está en la democratización de las opiniones, sino en los mandatos de los algoritmos.

La capacidad de atención, en realidad, no disminuye. En todo caso, se dispersa ante un mucho mayor número de estímulos. El propio Sócrates (¡ja!) reaccionó al invento de la escritura como algo que debilitaría la memoria de los lectores porque afectaría su habilidad para recordar. Ante el auge de las grandes novelas de los siglos XVIII y XIX, creció la idea de que estas largas lecturas, distractoras, representaban un problema
mayúsculo y causaban una suerte del hoy conocido como Déficit de Atención Dispersa.
La modernidad, lo que tenemos enfrente, genera incertidumbre. Pero no hay ninguna evidencia de que nuestra exposición constante a plataformas digitales ocasione trastornos en nuestra capacidad de conocimiento, concentración, memoria y atención.
Dicho de otra manera: no es internet, somos nosotros. El elocuente Umberto Eco decía que “las redes sociales le han dado derecho a hablar a legiones de idiotas”. En realidad, el problema no está en la democratización de las opiniones, sino en los mandatos de los algoritmos, que filtran todo aquello con lo que no coincidimos para mantenernos en una burbuja que simplemente refuerza nuestras creencias. De ahí que si tus redes están hiperventilando de ideas catastrofistas, es evidente que te has manifestado partidario de las crónicas del colapso y ese contenido llega para convencerte de que estás en lo correcto.

En nuestra era –la de la información, del conocimiento–, el verdadero duelo se libra en los espacios digitales, donde los medios privilegian naturalmente el tráfico de usuarios hacia su oferta informativa o de entretenimiento (el famoso clickbait).

Lo cierto es que tenemos grandes retos enfrente. “Uno de los grandes desafíos de nuestra era –relata el citado Umair Haque– es recuperar el mundo de manos de los catastrofistas. Los suicidas necesitan ayuda, no poder. El primer paso es entender que el ascenso del catastrofismo y de la era del colapso es algo sobre lo que debemos analizar, reflexionar, comprender y,
finalmente, actuar”.
 

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