El gran confinamiento
¿Recuerdan los memes sobre lo eterno que era 2019? No sabíamos lo que nos esperaba. En los gritos y las uvas de año nuevo, pensé que 2020 sería mi año, con sus 366 días y su atractivo número par. Mis hermanos y yo nacimos en un día 20 (enero, julio y noviembre) y, a pesar de los terribles fuegos en Australia y las riñas diplobélicas entre Trump e Irán, que prácticamente nos dieron la bienvenida al año más raro, duro y “wey, ya” de nuestras vidas, pensábamos, pedíamos: ¡que sea nuestro año!
Y un día, noticias de Wuhan. Luego, de toda China. Algunas personas (miles, ahora lo sabemos) se aquejaron por un bicho nuevo y raro en Europa, Estados Unidos, Corea del Sur y Japón. En México, el primer afectado por ese Coronavirus —un nombre inolvidable— fue detectado el 27 de febrero (en Nuevo León, el primer caso fue confirmado dos semanas después). La Universidad de Washington tomó medidas drásticas y controvertidas, pero a tiempo: el 6 de marzo les anunció a sus 57 mil alumnos que cancelaba las clases presenciales. Le siguieron Stanford, Harvard, la Universidad de Míchigan…
Si queremos darle una fecha en el calendario al “día del Coronavirus”, tendría que ser el 11 de marzo de 2020: ese día, por la noche, Donald Trump salió a anunciar que cancelaba todos los vuelos de Europa a Estados Unidos por 30 días. Además, Wall Street tuvo en esa semana su peor caída desde la crisis de 1929, y unas cuantas horas después, llegó el inevitable correo: la UDEM informaba que las clases serían en formato online y no volverían las clases presenciales hasta nuevo aviso. Ese “nuevo aviso” aún no ha llegado y ya pasaron siete meses.
A nivel mundial, ya (casi) llegamos al millón de fallecimientos (México ocupa el nada honroso cuarto lugar), decenas de millones perdieron sus trabajos (y muchos más sufrieron recortes a sus salarios), industrias enteras (turismo, eventos, restaurantes) se desplomaron, todos los estudiantes de todo el mundo, a sus casas. El COVID-19 y el impacto económico noqueó a personas en todo el mundo, de todas las edades. La principal instrucción (y que nos llegó por todos lados) fue quedarnos en casa; tener clases, juntas y hasta cumpleaños por Zoom; cuidarnos y usar cubrebocas; informarnos sobre las medidas sanitarias y el impacto de este virus en el mundo; ser conscientes de nuestras acciones y no hacer reuniones o salir de viaje; compartir nuestras experiencias, miedos y descubrimientos, y por todo, y a pesar de todo, graduarnos.
Desde el principio del #QuédateEnCasa hablamos de un gran confinamiento, pero técnicamente no lo es. Un confinamiento consiste en obligar a alguien a vivir temporalmente, en libertad, en un lugar distinto al suyo. En sí, no vivimos uno per se, pero ¿cuántas personas realmente son “libres” en sus casas? ¿Cuál es nuestro verdadero lugar? Para unos, claro, es su hogar; para otros, la universidad o un club deportivo; para tantos más, el convivir todos los días. Tenemos ganas de explorar, pero no se nos permite; queremos platicar, ir, convivir, salir, pero no nos dejan. Y, si lo hacemos, nos sentimos culpables por romper una regla impuesta desde aquel 11 de marzo de 2020.
Pensar, no sentir
Al principio del confinamiento, no teníamos tiempo para reflexionar, solo para sentir. Entre tantos cambios y nuevas responsabilidades, noticias drásticas (¡a nivel global, nacional, local y personal!), no podíamos sentarnos a analizar y ponderar, de entrada, qué debíamos hacer. En una entrevista en abril, la intelectual neoyorquina Fran Lebowitz le dijo a The New Yorker que, si pudiera, acudiría a su entrañable amiga, la escritora y Nobel Toni Morrison —falleció en 2019— y le preguntaría: “¿Cómo debo pensar esto, Toni? Y me refiero a pensar, no a “¿Qué debo sentir?”
En la misma línea sobre el pensar y el sentir, Byung-Chul Han advierte en La sociedad del cansancio (2010) que estamos ante un reto de extrema positividad y que debemos ver el mundo de la forma más alegre posible. Su conclusión es que esa actitud es agotadora (y estoy de acuerdo). Trabajamos más que nuestras capacidades y con tanta actividad (social, laboral, familiar, digital, series, películas, música, Instagram, TikTok), el ocio y el aburrimiento dejaron de existir. Y sin ocio no hay pensamiento. Al principio, en pleno caos informativo (clases online, muertes en España, gente cantando en los balcones de Nápoles), nuestra vida era un manojo de nervios, angustias y horas y horas (y más horas) muertas en casa.
“¿Cómo debo pensar esto, Toni?” No podíamos. Nos distraían las conferencias de las 7 PM con el subsecretario Hugo López-Gatell, sus frases que se convertían en memes y Susana Distancia; nos concentrábamos en tratar de analizar el brutal asesinato de George Floyd a manos de un policía —y sus inmediatas protestas en Estados Unidos y todo el mundo—; los videos y videos (y más videos) de qué es el Coronavirus y por qué surgió en Wuhan, si se desató porque alguien comió una sopa de murciélago o si los causantes fueron los inofensivos pangolines.
Además, las responsabilidades que migraron de presenciales a digitales se volvieron rápidamente tediosas. La adecuación en línea nos afectó como estudiantes al tener que incrementar nuestro rendimiento y cumplir con la carga excesiva —sí, excesiva— de tareas, ensayos, proyectos. Y todo mientras WhatsApp y las apps de videollamadas se convertían en las salas de nuestras casas y los pasillos de la UDEM.
Rumbo a Cancún, sin miedo al COVID-19
Seguramente a todos nos pasó en algún grupo de WhatsApp: uno de nuestros amigos envió el controversial mensaje unos días antes de Semana Santa: “Me voy de vacaciones”. Los comentarios que le llovieron seguro fueron “No seas irresponsable”, “¿Acaso eres inconsciente?”, “Esta no es chamba de uno, es de todos”, y una variedad diversa de protestas como indignación por ese atrevimiento. Al final de cuentas, en las playas de Cancún uno olvida todo, hasta una pandemia… pero toda acción tiene consecuencias.
En una encuesta que realicé por Google Forms a la comunidad UDEM durante este verano, siete de cada 10 udemitas dijeron que la cuarentena es una combinación entre una actividad grupal e individual, 28% dijo que era algo estrictamente colectivo y el 5% argumentó que solo se basaba en acciones individua- les. Arturo Ballí, estudiante de Finanzas Internacionales, es de ese 5%: “Si como individuo acato las órdenes establecidas para sobrellevar la pandemia, habrá repercusiones a nivel colectivo… pero no necesaria- mente es por lo colectivo: es porque nos cuidamos a nosotros mismos y eso escala a otro nivel”. Sin embargo, la gente sale, hace fiestas, se sube a aviones. ¿Por qué les cuesta tanto cumplir un confinamiento? Por supuesto hay personas que, por la naturaleza de su trabajo o por sus condiciones económicas, no pueden quedarse en casa o hacer home office, pero ¿los demás? ¿Es tan difícil?
“Nadie está entrenado para una pandemia”, argumentó en entrevista Ramón Juárez, profesor en el Instituto Integral de Tanatología. “Si bien estamos en la misma situación, aunque en diferentes barcos, debemos entender que todos estamos en un duelo”. Por su parte, Guadalupe Castillo, psicóloga por la UDEM, agregó un factor importante: la ansiedad. Entre clases de yoga a distancia, videos de workout en YouTube y amigas que se juntan por Google Meet para hacer burpees y abdominales, la mayoría de las personas se concentra en hablar de la salud física, mas no de la mental. Es innegable lo que es visible a miles de kilómetros: nos falta energía.
En una columna como invitado en The New York Times, Jerry Seinfeld fue más duro: “[Pensamos que] haremos todo de manera remota. Adivinen qué: todo el mundo odia hacer esto. Todos. Lo. Odiamos. ¿Saben por qué? No hay energía. La energía, la actitud y la personalidad no pueden ser ‘remotas’, ni siquiera a través de las mejores líneas de fibra óptica”. Mejor dicho, imposible.
Cansados…y líquidos
En un mundo híper conectado, ¿se puede dejar de fingir alegría enérgica para mostrar las verdaderas emociones? Zygmunt Bauman dice que no, al afirmar que las estructuras sólidas que regían la rutina ya no son fijas, sino que son variantes y líquidas (y más en 2020). Todo puede cambiar de la noche a la mañana, ¡y así fue! ¿Recuerdan a Trump el 11 de marzo?
Debido a nuestros smartphones y computadoras, los horarios de trabajo (y estudio) se volvieron agua. Recibimos por correo tareas a cualquier hora, llamadas de trabajo a las nueve de la noche, nos piden disponibilidad las 24 horas, tenemos que estar para la escuela, para las amigas, para los primos. ¿Lo peor? No te puedes desconectar, porque si lo haces “dejas de existir”, como lo argumentó Alba Mora Roca, productora ejecutiva de AJ+Español, en una conferencia en la UDEM en 2018.
En esta pandemia estamos sobreviviendo y esta batalla sin descanso nos drena. Mara Castro, estudiante de la licenciatura en Ciencias de la Información y Comunicación, comentó que fue todo un reto mantener su cordura y recurrió a los consejos de Bauman: tuvo que calendarizar y definir horarios para darse tiempo de disfrutar actividades lúdicas y no solo trabajo. Por su parte, Guadalupe Castillo retomó el arte como terapia, y decenas más exploraron a su modo el desconocido mundo de la resistencia para mantener su estabilidad mental. Y todo porque nadie habla de ello o de la ansiedad que provoca esta pandemia y su respectivo “covidamiento”.
Battle Royale: lucha por la verdad y la propagación de FAKE NEWS
A todo esto, tenemos que sumar un ingrediente inflamable. Las redes sociales se volvieron, de marzo para acá, un campo minado. Al estar sin “nada” que hacer, nuestro único momento de interacción con otras personas fue en estas plataformas digitales (Twitter, Facebook, Instagram, grupos de WhatsApp, TikTok), junto con Zoom y otras apps. Las redes nos mantuvieron conectados todo este tiempo, pero ¿desde dónde hablamos? Beatriz “Tichy” Inzunza Acedo, profesora investigadora del área de Ciencias de la Información y Comunicación de la UDEM, comentó en entrevista que todos nos comunicamos desde el corazón y no del cerebro, de la razón. “Todos estamos con la espada desenvainada a una postura absoluta”, agregó. En plena actividad campal debido al Coronavirus, con varios bandos formándose, alianzas entre grupos radicales, adicción digital y doomscrolling, las FAKE NEWS (claro, en mayúsculas) cumplieron su cometido: atraparnos.
En esta cuarentena hemos visto de todo: los delfines llegaron a los canales de Venecia, Bill Gates creó el virus para controlarnos por medio del 5G y descubrieron que el dióxido de cloruro cura el COVID-19… pero las farmacéuticas no quieren que lo sepas. Estas son de las noticias falsas más populares que se propagaron en estos meses —la primera era Photoshop (lamentablemente); las otras dos, teorías de la conspiración—. Pero hay una que no deja de impresionarme: en marzo empezó a circular por WhatsApp la “noticia” de que la hidroxicloroquina, según la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA) de Estados Unidos, funcionaba como remedio contra el COVID-19 (para colmo, Trump afirmó que la usaba como medida preventiva). En pocas horas, tanto en Estados Unidos como en México, se agotó este medicamento, de fácil compra en cualquier farmacia. El problema radica en que es una medicina que se utiliza para el tratamiento de lupus y los pacientes que presentan esta enfermedad reumatológica se quedaron sin dosis de la noche a la mañana. Claro, hubo tuits, posts y demás mensajes digitales con mucho enojo. Es un ejemplo idóneo de cómo reaccionamos como sociedad global ante el pánico “covidesco”.
“¿Me ven?”, “Se escucha?”, “¡Me sacó la aplicación!”: educación a distancia
La pandemia y el confinamiento fue un reto para todos: estudiantes —tanto los que vivimos en Monterrey como los que son de otro estado—, maestros, padres de familia. Francisco “Pacote” Saavedra, maestro del área de humanidades en la Preparatoria Politécnica de Santa Catarina, comentó que muchos de sus alumnos no tenían las herramientas de estudio apropiadas en casa (computadoras con el software compatible), ni los espacios óptimos para el mismo; Tania Tavira, maestra en el Instituto Mater, dijo que varios de sus estudiantes tuvieron que buscar trabajo porque sus papás perdieron el suyo debido a la pandemia. Y en infinidad de ocasiones, las modalidades de clases por tres horas continuas frente a la computadora hacían que los alumnos se desconectaran y ya no pusiesen atención.
“Dar clase es como una obra de teatro: te paras en el escenario frente a los estudiantes y te cargas de energía”, comentó José Luis Berlanga, profesor de la Escuela de Ciencias Sociales en la UDEM. “Es difícil mantener la atención de los alumnos durante tanto tiempo frente a una pantalla”, agregó “Tichy” Inzunza. “Mis clases tienen que ser más dinámicas para que los estudiantes puedan aprender”, enfatizó “Pacote” Saavedra. “Batallé para adaptarme a la digitalización y tuve que pedir ayuda a mis alumnos para que me explicasen cómo funciona”, dijo Armando Arias Hernández, profesor del área de Negocios y Humanidades en la UDEM.
Para los estudiantes fue muy similar: en la encuesta que realicé, cinco de cada 10 udemitas admiten que la adaptación no fue fácil, y siete de cada 10 tuvieron ataques de ansiedad por no saber qué hacer, no poder resolver dudas, no estar en clases presenciales o recibir apoyo. Fue ahí cuando nos dimos cuenta de la necesidad inextinguible de un abrazo, de una risa entre compañeros de clase.
Lo repito: nadie estaba entrenado para esta cuarentena. La pandemia nos “regaló” espacios que no teníamos antes para analizar lo valioso y esencial de las cosas, para buscar las cosas que nos nutren como personas, para enfrentar el duelo, la saturación, para evitar las batallas sin sentido. Al principio (marzo, abril, mayo) no sabíamos qué hacer, ni qué pensar… pero a la mitad del camino (junio, julio, agosto) agarramos fuerza y el verano que vive en nosotros opacó el invierno que nos rodeaba.
Está bien sentirse mal. Está bien no estar felices un día. Mejor hagamos lo que dice Byung: no hay que ser positivo todo el tiempo y aburrámonos. Busquemos lo que quiere Bauman: definir horarios, no ser líquidos. Según el historiador Yuval Noah Harari en su artículo de marzo “The World After Coronavirus” en el Financial Times, estamos en una crisis sin precedentes y las decisiones que se toman influyen en la salud, la economía, la política, la cultura y la convivencia social. Y solo hay dos vías de acción: una es una vigilancia totalitaria que provocará un nacionalismo tóxico —pero esa no me interesa siquiera discutirla en este espacio, no vale la pena—. La otra es una solidaridad global que empodere a mejorar. En esa nos debemos concentrar, a esa debemos aspirar. Es nuestro reto. Lo digo con la autoridad que me otorgan siete meses de confinamiento, con sus días malos, pero también con sus días buenos, buenísimos.
Algún día nos volveremos a ver. Aunque al principio seamos renuentes a abrazarnos, sé que, en algún momento, lo haremos sin miedo. Espero ese momento con gusto, con todos ustedes.
El autor estudia 9º semestre de la Licenciatura en Ciencias de la Información y Comunicación.