El Kilimanjaro: bienvenidos al techo de África

¿Qué demonios estás haciendo aquí, Gabriel? Podrías estar descansando en tu casa o en un hotel en Cancún. ¿Por qué pagaste para esto? Son preguntas enemigas que asaltan mi cabeza. Pero, de repente, a mis pies, veo diamantes: la fina arena volcánica, combinada con el hielo, logra ese efecto entre mis botas. Ya andas alucinando, Gabriel.

La temperatura es de -15 oC. No hay plantas, mucho menos animales. El viento congela todo y el frío se mete hasta por debajo de las uñas, a pesar de los guantes. Los huesos duelen y la mente carbura en reversa. Los segundos parecen días. Y, caray, todavía faltan dos horas para llegar a la cumbre. Fijo mi mirada en el horizonte y veo cómo la Luna ilumina a Mawenzi, la montaña hermana. “Fuerza y coraje”, le pido. “Fuerza y coraje” es lo mismo que pedía hace nueve años, en Chipinque, cuando nació mi sueño por escalar la montaña más alta de África. El Gabriel de 29 años ve al Gabriel de 20 y le dice: “Órale, lo lograste. Estás en la cima del Kilimanjaro”.

70 años y siete montañas

Soy de Monterrey y, al igual que muchos de ustedes, crecí imaginando cómo sería la vista desde la punta de las montañas regias. Con mi abuelo, padrino y amigos, he escalado varias veces y disfrutado tantas más la naturaleza mexicana. En la UDEM tuve la oportunidad de ser parte del equipo de Facilitador Estudiantil del Centro Lánzate y, debo admitir, ese lugar fue la inspiración que me llevó a soñar con grandes montañas: no solo por la capacitación que recibí, sino también por las fotos de las expediciones de mi maestra Ivett que me hicieron creer que todo era posible.

Recuerdo muy bien una de las tantas veces que me aventuré por Chipinque con mis compañeros de Lánzate. Subimos las escurridizas veredas del parque ecológico entre risas y caídas, en donde la última sección, antes de llegar a la “M” (la cual sería mi primera cumbre en mi ciudad natal), te obliga a escalar entre piedras gigantes que se estiran hacia el cielo como navajas de roca, para llegar a una impresionante ventana: de ahí puedes ver gran parte de la Sierra Madre Occidental.

¡No se imaginan mi emoción por ver eso! Sentí cómo mi alma crecía ante el asombro de la sierra infinita. Ese día, todo cambió para siempre: era el inicio de mi vida como un apasionado de las montañas.

Pasaron los años y seguí metido en el montañismo, con capacitación de cuerdas, manejo de grupos, primeros auxilios y varias caminatas exitosas. Comencé a soñar con proyectos más grandes: Gabriel, tal vez algún día puedas subir uno de los volcanes de México, recrear la hazaña de tu papá de subir el Cofre de Perote, venga, Gabriel, por supuesto que sí.

Pero, como buen inquieto y con ganas de aprender otras cosas, me fui a Canadá a estudiar una maestría en Ingeniería especializada en energía sustentable, pero no paraba de pensar en montañas: empecé a investigar los principales retos que un alpinista tiene en su vida y ¡voilá! Conocí el proyecto de Las siete cumbres, de los alpinistas Dick Bass y Frank Wells: llegar al punto más alto de cada continente.

Me obsesioné con este proyecto, pasaba horas leyendo e investigando acerca de este hito ¡al grado de que casi repruebo varias materias! La idea estaba clara: antes de cumplir 70 años, subiré las siete cumbres.

Dos años después regresé a Monterrey y, obvio, volví a mi pasión. Primero fijé mi atención sobre las montañas de Arteaga, Coahuila. Muchas de estas tienen alturas de 3,500 msnm*: un paseo casual para muchos montañistas, pero para mí era el primer paso de mi plan. No les quiero platicar mucho salvo que, una vez superado el episodio coahuilense, seguían tres volcanes mexicanos (Iztaccíhuatl, Pico de Orizaba y Nevado de Toluca) en octubre, noviembre y diciembre de 2016.

En esta aventura nacional experimenté los viejos conocidos, aunque nuevos enemigos para mí: mal de altura, dolor de cabeza, insomnio, náusea, mareo. Enemigos, sí, pero al fin de cuentas compañeros de montaña, como huéspedes no deseados en tu sala.

Me sentí listo: conquisté los puntos más altos de mi país y supe que era el momento de las siete cumbres: Everest, Aconcagua, Denali, Kilimanjaro, Monte Elbrus, Monte Vinson y Puncak Jaya.

El dinosaurio dormido

Kilimanjaro fue la cumbre ganadora para dar el primer paso. Toda la vida me ha fascinado África (¿a quién no?) y era la posibilidad de admirar los animales que tantas veces vi en documentales de National Geographic, escuchar cantar a la gente local —algo que mi hermana me presumió tantas veces durante sus misiones en Kenia— y apreciar los atardeceres en la sabana africana. Básicamente, la montaña de Tanzania me llamó.

Tres años después, varios cursos, múltiples ascensos a los volcanes mexicanos, vacunas por aquí y por allá, deudas que tardaré meses (espero) en pagar, un corazón lleno de adrenalina y mi mente enfocada en “el Kili” que, ¡oh, sorpresa! Lo puedo ver desde el otro lado de mi ventana, escondido, entre las nubes, como un brontosaurio descansando.

“Hola, soy Alen. Seré tu guía en la montaña”, me dice un señor tanzano, de 35 años, alto y más flaco que un adolescente, mientras arreglo mis cosas en la maleta. Ha liderado decenas de expediciones y muchas, aunque no todas, terminan en la cumbre. Me comenta que muchos guías suben hasta tres veces por mes y se alimentan solo de ugali, una masa de harina que, en ocasiones, mezclan con verduras.

Esa noche, trato de dormir, pero a las 5:00 AM me despiertan los rezos de la mezquita. Vaya, esto no te lo esperabas, Gabo. Me siento en la cama a disfrutar de las oraciones, una experiencia espiritual que retiembla en mi existencia. Observo cómo Moshi, la ciudad en la que me encuentro, comienza a cobrar vida: cristianos, musulmanes, agnósticos, africanos y foráneos despertamos pacíficamente con el canto del Corán sin importar nuestras creencias.

A las 8:00 AM llegó el carro que nos llevaría a mí, a Alen y a Gideon —el encargado de la comida y también parte de mi equipo— a la entrada del Parque Nacional del Kilimanjaro. Decidí hacer la ruta “Machame” (45 kilómetros en total), en la modalidad de seis días y cinco noches, una de las más tradicionales para subir al “techo de África”.

Consiste en caminar cuatro días hasta la cumbre y uno de regreso, entre cuatro ecosistemas diferentes y con 4,000 metros verticales. Varios monos azules nos dieron la bienvenida con emoción (¡se intentaron robar mi desayuno y el de los otros alpinistas que provenían de todos los rincones del mundo!) y también nos recibió nuestro primer obstáculo: tuvimos unos problemas con los permisos y pudimos entrar hasta las 4:00 PM, cuando todos los otros grupos ya nos llevaban varios kilómetros de ventaja.

Para cumplir el objetivo del primer día, teníamos que alcanzar a las otras expediciones, así que Alen y yo recorrimos 10 kilómetros de puro bosque tropical para subir de 1,800 msnm a 3,200 msnm. Recuerdo que, mientras el atardecer dibujaba sombras entre los troncos de los árboles, Alen y yo compartimos las historias de nuestras vidas, las culturas de nuestros países, así como sus explicaciones sobre la ruta y los retos que vendrían en los siguientes días.

Llegamos al campamento y, a los que íbamos retrasados, nos permitieron dormir en la cabaña de los guardabosques, ya que nuestros porteadores —las personas encargadas de ayudar a subir el equipo durante la expedición— aún no llegaban al campamento con nuestras casas de campaña.

Lo bueno es que llegamos a la hora de la cena que, no es por presumir, pero fue espectacular, ya que en las montañas estaba acostumbrado a comer atún en lata, sopas de sobre y barras de granola: nos dieron pasta con verduras, piezas de pollo y un litro de sopa de papa —soy un amante de las sopas…y del pollo—. Antes de dormir en una litera donde apenas cabía, Alen me cuenta sobre cómo él y su familia casi mueren de malaria unos años antes y no puedo evitar sentir gratitud por la salud que he gozado durante gran parte de mi vida.

Los días y los kilómetros

A la mañana siguiente, mientras me tomo una taza de té y escucho a un grupo de guías que cantan en suajili, comienzo a observar cómo las nubes empiezan a desaparecer y por primera vez la veo, “¡Mira! ¡La cumbre!”. Admiro el cono del cráter, coronado por el gran glaciar que cubre la montaña como un velo blanco. De la emoción, sin querer, pateé mi taza de té y se fue por unos escalones abajo.

No puedo quitarle la vista de encima y, claro, empiezo a llorar: años de planeación, sueños, cursos, ahorro, sudor, sangre. “¿Estás listo, Gabriel?”, me pregunta Alen, pero ya tenía la mochila sobre mis hombros, era obvio que estaba listo. Antes de salir, tuve que darle 10,000 chelines (100 pesos) a los guardabosques y agradecerles por dejarme dormir en su cabaña.

DÍA 2: 10 kilómetros y un ascenso de 500 msnm. Dejamos atrás el bosque tropical que se escondía bajo las nubes, y entramos al páramo, donde pequeños arbustos y un terreno árido son el común denominador. Llegamos al campamento pocas horas antes de la cena y moría por echarme en mi sleeping. Ya estaba a punto de caer dormido cuando llegó Gideon con un litro de sopa de verduras. Gabriel, estás en el cielo de la comida.

DÍA 3: Hacemos la caminata hacia la torre de lava y descendemos hacia el campamento de Barranco. Es una caminata que me recuerda al Nevado de Toluca por las distancias y los desniveles. Las formaciones de roca volcánica son inmensas, casi como si caminaras entre edificios de lava sólida.

En ocasiones se asoman pequeñas rocas de obsidiana entre la arena rojiza que se mueve bajo mis botas y brillan en tonos verdes y azules, como las escamas de un pez. Llegamos al campamento y apunto mi nombre en el libro de registro. Veo que, hace dos meses, cuatro mexicanos estuvieron ahí: Vaya, Gabriel, no eres el único. Y mira, no están los nombres de varios alpinistas que comenzaron contigo. “Tuvieron que abandonar la expedición”, me dice el guardabosques.

DÍA 4: Debemos subir nuevamente a 4,600 msnm por la pared de Barranco, con una inigualable vista a las faldas del volcán. Camino y veo a los porteadores con todo nuestro equipo, en sacos de lona sobre su cabeza que pesan casi 20 kilos. Son los verdaderos héroes: sin ellos, ninguno aquí podría lograr su misión. Entre mis pensamientos y la belleza de los paisajes, nos agarra la lluvia, pero logramos llegar al campamento.

Este fue el día más pesado de todos, no solo porque llevamos cuatros días de camino recorrido, sino porque, cada vez, la altura es mayor. Es difícil dormir, también. Las personas que han dormido por encima de los 4,000 msnm sabrán lo complicado que es conciliar el sueño en estas circunstancias: tu cuerpo está tratando de compensar la falta de oxígeno y crea más glóbulos rojos; los síntomas de mal de montaña pueden comenzar a presentarse; las náuseas están a la vuelta de la esquina… por fortuna (y buen entrenamiento), no he sucumbido a ninguno de ellos, ni siquiera al irritante dolor de cabeza que suele acompañarme en estas situaciones.

Una bandera de superhéroe

Llegó el día, el que tanto esperamos. Alen, en su afán de gran guía, me dice que nos despertaremos a la medianoche y empezaremos a caminar a la 1:00 AM. Gideon, por su lado —y fiel a su costumbre—, llega con un litro de té, pasta con atún y una gran olla de sopa de maíz. No puedo dormir bien, la emoción me gana… y tengo que ir al baño. Apenas salgo de mi casa de campaña, me empapo con una infinidad de estrellas de un cielo negro y absolutamente despejado. Como gotitas de pintura en lienzo oscuro.

Al fondo, escucho a varios alpinistas sufrir por mal de altura —algunos vomitan, otros agonizan en sus camas—. Vuelvo a mi sleeping, aunque el sueño no era mi mejor amigo esa noche… pero Gideon sí: al momento que suena mi alarma para empezar el día más importante de mi vida, se aparece con té y galletitas, mi alimento para las próximas 11 horas. Tal vez era algo simple, pero Gideon me hacía sentir que estaba hospedado en un Ritz-Carlton.

Comenzamos el ascenso en absoluta oscuridad: cinco kilómetros y 1,300 metros verticales yacen entre nosotros y la cumbre. Esta vez, Alen y yo no hablamos mucho y nos concentramos en avanzar. A lo lejos, como pequeñas luciérnagas, puedo ver las luces de los otros grupos de alpinistas que comenzaron su caminata antes que nosotros. Mi mente da vueltas entre dudas, emoción, felicidad, miedo e incertidumbre. Siento cómo mi estómago va pegado a la espalda.

Son las 6:30 AM, me duelen las costillas y dar un paso resulta una hazaña legendaria. Comienzo a ver el borde del cráter. Los primeros rayos del amanecer bañan mi cuerpo cansado y, como si hubiera dormido 15 horas seguidas, me recargo con energía del sol, que ahora sale detrás de Mawenzi. El sol es como una súper batería sobre mi espíritu. A pesar de la recarga, saco de mi bolsa media barra de granola y la devoro de dos mordidas, no vaya a ser. Veo cómo algunos alpinistas comienzan su descenso sin poder llegar a la cumbre, algunos de ellos muy deteriorados.

De pronto, estoy parado sobre la orilla del cráter del Kilimanjaro, rodeado de muros de hielo de más de cinco metros de altura que conforman el glaciar. Este lugar es conocido como Stella Point y puedes apreciar el cráter del volcán, el cual tiene un diámetro de más de un kilómetro. En este punto, muchos alpinistas descansan: lo que sigue del ascenso, a pesar de ser solamente 150 metros verticales y 800 horizontales, te toma 30 minutos en lograrlo.

Alen me pregunta si quiero descansar. “Descanso cuando baje”, le digo. “Desde ayer sabía que llegarías a la cumbre”, me responde con una sonrisa. En los siguientes 30 minutos, varios alpinistas yacen en el piso, como heridos de guerra, vomitando, sufriendo por el mal de montaña, inconscientes. Mientras, otros nos pasan a Alen y a mí con gran felicidad, como si estuvieran caminando por la Macroplaza. “Siento como si me hubiera tomado 10 cervezas”, le digo, balbuceando, a Alen. “Yo siento como si me hubiera tomado 20”, me contesta.

Y ahí estaba: el letrero de la cumbre a 200 metros, no, menos, a 100, las lágrimas comienzan a correr por mi cara, saco mi bandera de México de mi mochila y la cuelgo sobre mi espalda colocándola como una capa de superhéroe, todo el peso de México no está sobre mí, sino que todo México me impulsa a llegar a mi destino: Gabriel, lo lograste, lo lograste, todo lo que sucedió, los muchos años, los maestros, sus enseñanzas, mi familia, mis amigos, Gabriel, las caídas, las levantadas, la “M”, los volcanes, el letrero de la cumbre del Kilimanjaro, ¡el letrero!

Bienvenido al techo de África. Pongo mi mano sobre el letrero y veo mi bandera de México. Es el mejor día de mi vida… y no paro de llorar y sonreír. Volteo a ver a Alen que también sonríe. No dice nada, no tiene que decir nada para hacerme sentir orgulloso de tan importante aventura. Me siento bendecido por tenerlo a mi lado. Gracias, Alen, hermano de montaña. Sin él, Gabo, no estarías aquí, sintiéndote un gigante. Todo valió la pena.

Siempre he sido creyente de que las montañas son lugares espirituales, veneradas por nuestros antepasados y a las cuales se les han dedicado muchas oraciones.

Kilimanjaro es conocido como “Ngaje Ngai” o La casa de Dios. Para aquellos que hemos respondido al llamado de las montañas, es invaluable el momento de la unión de nuestra mente con la naturaleza y las lecciones de respeto, perseverancia y compasión que nos regalan. El físico austriaco Erwin Schrödinger nombró “Deus Factus Sum” (“me he convertido en dios”) a ese estado de consciencia en el que nuestro espíritu vibra en paz y se une con todo lo que nos rodea.

Es ahí cuando el asombro que sentíamos de niños revive en nuestro interior. Es por esto que, como adultos, nunca debemos olvidar que el mundo es nuestro parque de diversiones. Conforme crecemos, a veces se nos olvida, pero sin estos destellos —como los “diamantes” a mis pies— que nos hacen sentirnos gigantes y, al mismo tiempo, insignificantes en una montaña, nuestro espíritu se marchita. Por eso, las siete cumbres. Esto solo acaba de comenzar.