Movilidad urbana: ecuación inversa de la inequidad espacial
Por Ana Cristina García Luna Romero.
Bienvenidos a la era de las ciudades: hoy, el mundo funciona con relación a la interacción globalizada de las ciudades, que, en las últimas décadas, fungen como imanes gigantes de personas. De acuerdo con los datos de crecimiento poblacional de la ONU, nueve de cada 10 personas vivirán en ciudades, y para finales de siglo XXI, la población superará las 10 mil millones de personas. ¿Cómo estamos enfrentando este fenómeno? ¿Cómo queremos vivir? ¿Qué tenemos que hacer para gestionar este nuevo mundo?
Las urbes pueden percibirse como una acumulación de oportunidades: la congregación de personas genera un sinfín de beneficios. Algunos de los principales son mejoras en educación, fuentes de trabajo, salud, recreación, etc. Es necesaria, entonces, una mejor planeación y diseño de las ciudades, ya que éstas son la manifestación viva de quienes somos.
Al contrario de ello, el urbanismo moderno ha propiciado la expansión de las manchas urbanas, las cuales generan ciudades dispersas, aisladas y segregadas que, a su vez, derivan en problemáticas de inestabilidad de todo tipo, como tensión social, insatisfacción, estilos de vida insostenibles, entornos irregulares, entre otros. Todos éstos los podríamos resumir en una inequidad urbana. Es por ello que constantemente escuchamos posibles soluciones, como la compactación de las urbes a través de la densificación y la ruralización de las ciudades, un concepto poco desarrollado, pero elocuente, que busca reinsertar el entorno natural en el artificial que hemos construido.
Existen cuatro factores esenciales que repercuten en la calidad de vida de los ciudadanos en una urbe: cantidad y calidad de espacio público, acceso a la vivienda digna y asequible, infraestructura de servicios y, por último, pero no menos importante, el transporte público de calidad. Lo anterior refleja los déficits actuales de nuestras ciudades, donde podemos observar un impulso desproporcionado de darle una prioridad al automóvil sobre las personas. Diseñamos ciudades para los vehículos, responsables en gran medida de los altos índices de contaminación ambiental y mala calidad del aire que respiramos.
Dicho fenómeno es incomprensible porque plantea al automóvil como principal movilizador de personas, destinando así una cantidad desproporcionada de espacio útil de la ciudad para el vehículo, y un alto costo de mantenimiento, presupuesto que, en cambio, podría destinarse a resarcir el déficit de espacio público y áreas verdes.
Este estilo de movilidad ha sido adoptado por la sociedad a tal grado que se escuchan quejas y exigencias por más carriles de circulación y más estacionamiento gratuito como soluciones a las problemáticas de movilidad que enfrentamos. Se confunde el uso del automóvil con un derecho, cuando más bien es un privilegio.
En cambio, lo que sí debemos resolver es el derecho a la movilidad. Resulta absurdo que alrededor del 35% de la población cuenta con auto propio, pero el 95% del espacio de nuestras vialidades se destina a éste. Deberíamos de invertir la proporción y resolverla desde la equidad espacial, dotando así un buen porcentaje de nuestras vialidades al espacio peatonal con banquetas accesibles, al trasporte público, a las áreas verdes, y destinar el espacio restante al automóvil. Este cambio de perspectiva generaría impactos radicales en nuestra calidad de vida y nuestros sistemas de movilidad.
Para ello, debemos de diseñar planes de movilidad donde la esencia sea una red metropolitana de transporte masivo –como metro– conectado a rutas de trasporte colectivo sectorial pasando por sistemas y redes de ciclovías a escala de barrio. Esto, con la intención de que dentro de un radio caminable (400 metros), cualquier ciudadano tenga la posibilidad y acceso a una red de trasporte público que haga viable dejar el automóvil. Un buen sistema de movilidad no es en el que toda la clase media-baja usa el trasporte público, sino aquel donde la clase alta hace uso de él. Para forjar un sistema de movilidad como el propuesto son indispensables políticas públicas y voluntad política de la mano de una sociedad activa.
Por último, no quisiera dejar de lado al peatón; el concepto de caminabilidad urbana es una realidad y necesidad urgente. Es necesario invertir la prioridad de movilidad ubicando en la cúspide de la pirámide a las personas. Si queremos que caminen y se muevan con libertad por la ciudad, necesitamos darles más espacio con ciertas características: que sea confortable, que sea seguro y accesible, que sea interesante y que exista un motivo o razón por el cual recorrerlo. Esto que suena tan lógico, pero complejo a la vez, se ha comprobado que es una de las mejores soluciones de la inseguridad en las urbes. Entre más personas convivamos en un espacio, más seguro es.
Los recorridos se deben diseñar desde una perspectiva humana, no solo estética y funcional. Diseñar con base en cómo se siente moverse libremente, cómo se vive un espacio y cómo se propicia la interacción y encuentros sociales en una ciudad. Si logramos realizar de manera satisfactoria esta cirugía delicada, pero urgente, en nuestras ciudades, podremos vislumbrar un futuro más próspero, humano y sostenible en el siglo XXI.