Ya intentamos ir a Marte (y fracasamos)

En 2012, una compañía alemana dio a conocer lo que más razonablemente podría considerarse el proyecto de mayor ambición en la historia humana. Para el año 2024, Mars One establecería una colonia humana permanente en Marte, poblada no solo por astronautas profesionales, sino por gente común y corriente que aplicó en línea, y financiada, en parte, por un reality show sobre las nuevas vidas de los participantes. Aún más sorprendente era el hecho de que el viaje sería solo de ida.

Encontrar voluntarios resultó sorprendentemente fácil. En 12 meses, Mars One aseguró recibir más de 200,000 aplicaciones de personas impacientes por pasar el resto de sus días en otro planeta. Por supuesto, había otros problemas más bien técnicos; por ejemplo, cómo mantener vivos a los colonizadores una vez que estuvieran ahí. Incluso la nave más grande es demasiado pequeña para transportar suficiente combustible, comida, agua y oxígeno para mantener un asentamiento permanente. Así que cualquier proyecto interplanetario pionero tendría que crear inmediatamente un sistema nuevo y completamente autosuficiente en su nuevo hogar –una tarea todavía más desafiante que llevarlos ahí en primera instancia.

Aun así, ese reto no era completamente nuevo, tenía precedentes. Como guía, el equipo Mars One podía echar un vistazo a otro proyecto aparentemente fantástico, uno que no ocurría en los desiertos rojos de Marte, pero sí en aquellos existentes en la Tierra: cuando un grupo de ocho hombres y mujeres vestidos con trajes estilo Star Trek se encerraron en el terrario más grande del mundo por dos años, y –apenas– vivieron para contar la historia.

John Allen estuvo trabajando en la idea de Biosphere durante dos años. Como ingeniero interesado en la ecología, Allen anhelaba saber si era posible vivir en un recinto creado por el hombre sin ayuda del resto del mundo. Existir en tal entorno hermético, imaginaba, podría ofrecer información invaluable sobre cómo los sistemas de vida de la Tierra interactúan entre sí. También tenía un objetivo más ambicioso: mostrar cómo la vida en la Tierra –es decir, Biosphere 1– podía recrearse en otro planeta, llamado Marte.

Y así, en 1987, con dinero donado por un amigo rico, inició la construcción de una casa de cristal de tres acres y nueve pisos, en las faldas de las montañas de Santa Catalina en Arizona. Cuando el último panel geodésico fue sellado cuatro años más tarde, el arca de Allen de la era espacial estaba completo. Contaba con cinco áreas salvajes distintas: bosque lluvioso, zona oceánica, pantano, sabana y desierto, así como una sección de agricultura para cultivo, poblada por una pequeña familia de cabras pigmeas y otros animales, y distritos o barrios para hombres y mujeres que vendrían a llamar este lugar hogar.

El proyecto instantáneamente llamó la atención de la gente. La revista Discover nombró a Biosphere 2 como “el proyecto científico más emocionante que los Estados Unidos hubieran emprendido desde que el presidente Kennedy nos lanzara a la Luna”, y los llamados biospherianos se convirtieron en celebridades menores en el circuito de programas de entrevistas. Pero en septiembre de 1991, cuando el grupo estaba finalmente en el recinto, los problemas comenzaron a surgir. Los reporteros se enfurecieron cuando les fue negado el acceso a la instalación, lo que llevó a muchos de ellos a sospechar si acaso los biospherianos ocultaban algo. Y resultó que sí.

El diario Village Voice fue el primero en sospechar de la buena fe del proyecto científico, asegurando que los biospherianos carecían de credenciales científicas y eran “actores de teatro reciclados”. El artículo también señaló a su fundador John Allen: que no era solamente un ingeniero apasionado de la ecología, sino el líder de una cultura apocalíptica que creía que la Tierra estaba condenada. Voice consideró la vida pasada de Allen parecida a la de “Johnny Dolphin”, un enigmático escritor de obras que estableció una comuna en su rancho de Texas, y pensó que sus seguidores podrían lograr la “inmortalidad cósmica” al colonizar otros planetas. Muchos de esos seguidores presuntamente habían acompañado a Allen a la instalación en Arizona, haciendo que el artículo concluyera que los biospherianos estaban trabajando no para intentar salvar la Tierra, sino para abandonarla y repoblar el sistema solar en su propia imagen New Age.

Las acusaciones empañaron el proyecto y no pasó mucho tiempo para que surgieran más rumores incisivos. Doce días después de entrar al recinto, una biospheriana llamada Jayne Poynter se lastimó con una trituradora de arroz. Dejó el recinto para recibir tratamiento médico y regresó siete horas más tarde con una bolsa. Para entonces, Poynter dijo que la bolsa solo contenía dibujos, pero los medios de comunicación argumentaron que estaba llena de provisiones y repuestos –lo que negaba que el proyecto fuera totalmente autosuficiente–. Los videos caseros tomados a los biospherianos eran regularmente transmitidos en los noticiarios nocturnos, mostrando al equipo en grandes banquetes comunitarios.

Pero estos resultaron ser más una treta: en realidad, el grupo estaba demacrado y pálido tras fallar en el crecimiento de alimento en la granja (Poynter misma se había puesto naranja de comer tanto camote) y tuvo que complementar su alimentación con granos y frijoles de su almacenamiento de semillas. Mientras tanto, los peces y los insectos, que también consideraban Biosphere 2 como su hogar, comenzaron a morir, en tanto que las hormigas y las cucarachas se apoderaron del recinto.

Un problema aún mayor se presentó: los biospherianos se estaban sofocando poco a poco. La zona de bosque pluvial no estaba generando tanto oxígeno como se esperaba, y los niveles de dióxido de carbono eran peligrosamente elevados. Para evitar una desgracia, se puso en marcha un limpiador de CO2 que fue instalado de manera secreta durante la construcción, y se inyectaron 23 toneladas de oxígeno puro en el domo. Para empeorar las cosas, los biospherianos empezaron a pelearse entre ellos hasta dividirse en dos bandos de guerra. “Nos sofocábamos, nos moríamos de hambre y nos estábamos volviendo locos”, admitió Poynter después. Para cuando el grupo salió en 1993, los dos bandos se habían dejado de hablar.

Un segundo grupo de biospherianos estaba listo para tomar el siguiente turno (Allen había pronosticado que Biosphere 2 durara más de 100 años), pero los problemas fuera de las instalaciones habían comenzado a afectar a los que estaban dentro. El proyecto se fue endeudando enormemente durante los dos primeros años. Para sacar a flote el barco de la ruina financiera, se invitó a un banquero “poco conocido” llamado Steve Bannon (sí, ese Steve Bannon). Bannon trató de disminuir los gastos del proyecto, pero su implacable estilo administrativo no era suficiente para mantener en pie la compañía. Menos de cinco meses después de que la segunda misión comenzó, la administración anunció que ya no dirigiría más tareas. Los biospherianos que quedaban salieron, John Allen regresó a su rancho en Texas y el recinto fue eventualmente vendido a la Universidad de Arizona.

Como experimento autosuficiente, Biosphere 2 fue un fracaso. Pero no fue completamente en vano. Al margen de su fanfarronada interplanetaria, parchada con científicos reales, el recinto se convirtió en el laboratorio de ciencias más grande del planeta –y una herramienta invaluable en la lucha contra el cambio climático–. Los investigadores de la Universidad de Arizona ahora pueden manipular la temperatura, la humedad y la precipitación en cada una de las zonas salvajes de la instalación y observar qué tan diferente responden los diversos ecosistemas a distintas condiciones. La mayor parte de lo que sabemos sobre cómo los arrecifes de coral responden a la acidificación de océanos, por ejemplo, se descubrió en experimentos realizados en el océano de Biosphere 2.

Pero si Biosphere 2 fue incapaz de mantener a ocho personas vivas en la Tierra, parece improbable que las cosas marchen mejor para todos aquellos que traten de pasar su vida en Marte. Podría creerse que cualquier hábitat marciano sería capaz de abastecerse de la energía solar, pero una cosa es estar en Arizona y otra completamente diferente en Marte, donde el cielo está periódicamente envuelto en tormentas de polvo que bloquean la luz solar. Más aún, un estudio reciente en el MIT concluyó que el nivel de oxígeno que se requeriría para crecer plantas en Marte expondría el hábitat a la expansión rápida de fuego, lo que causaría que los colonizadores se asfixiaran. Los biospherianos originales fueron capaces de hacer uso de los suministros de oxígeno cuando comenzaron a sofocarse; los marcianos tendrían que esperar nueve meses para esperar a que llegaran suministros.

En este sentido, Biosphere 2 es quizás el mejor ejemplo de lo que no se debe hacer –y es posible que no hacer nada sea el mensaje a tomar en cuenta–. En los años desde que fue anunciado por primera vez el viaje de Mars One, este ha sido repetidamente retrasado, y los periodistas han empezado a cuestionar el proyecto de la misma manera que lo hicieron con Biosphere 2. En 2014, el reportero australiano Elmo Keep reveló que la organización prácticamente no tenía dinero, ningún acuerdo con televisoras ni ningún contrato con algún proveedor aeroespacial para mandar una nave. Mars One fue, en otras palabras, una Biosphere 2 para la edad moderna –un plan atrevido, hermoso, pero sostenido por sueños y no por la ciencia–. La vida en una casa de cristal –sea aquí o en otro planeta– sigue siendo una fantasía.

Este artículo fue originalmente publicado en Smith Journal, una revista australiana para mentes curiosas. Para más información, entra a smithjournal.com.au

La traducción es de Lorena Pontones.