Peregrinar en la vida: El regalo de un padre a su hijo
Por Juan José Martínez Rodríguez. Decano de la Escuela de Negocios. UDEM.
“Muchas gracias por todo, nos vemos más adelante”. Eso le dije a mi padre al oído, y unos momentos después estaba adelantándose en el camino, un miércoles de abril de 2022. Recuerdo con cariño que constantemente teníamos algunas conversaciones profundas sobre el sentido de la vida. Ante mis inquietudes, me respondía: “La vida es más sencilla, hijo”.
No hay un instructivo para la vida. Lo único que sabemos es que hay que caminarla y decidirla mientras la vamos descubriendo, así hasta el último día de nuestra existencia. O, expresado en reflexiones quijotescas: “Uno no sabe quién es hasta el último día de su vida”. Tal vez por eso peregrinar es parte sustancial de la humanidad. Cuando se habla de este concepto que supone el andar por tierras desconocidas, por lo general existe una relación con un proceso religioso, demandante; esto es importante, pero no lo es todo: es una idea que aplica para todas y todos, aunque pocos intentan vivir la peregrinación conscientemente.
Si buscas la palabra “peregrinar” en el diccionario de la Real Academia Española, hay definiciones que incluyen verbos como caminar, andar, ir, buscar, resolver, entender la vida, recorrer; si buscamos ir un poco más allá de las definiciones, nos podemos dar una idea de la relación directa entre peregrinar y vivir.
Las frases de mi padre
¿Cómo aprendemos a darle un sentido a esta relación? Vale la pena analizar este punto, pero sobre todo compartirlo. Quisiera hacerlo a través de algunas frases que aprendí de mi padre, las cuales al día de hoy me han ayudado a sentir que vale la pena cada segundo en esta vida.
Cuando comenzamos a peregrinar en la vida, siendo pequeños, nuestras preocupaciones suelen ser sencillas: hacer tarea, limpiar el cuarto, salir con los amigos; en ocasiones, no valoramos los pequeños detalles que construyen grandes proezas.
Recuerdo que, cuando llegaba a casa de la escuela, había un rito que consistía en cambiarme de ropa, lavarme las manos, sentarme a comer y, de pronto, escuchar el ruido de un motor. Era un auto Crown Victoria 1984, color vino, viejito, pero bien cuidado (aunque casi siempre se le caía el mofle y en ocasiones las ventanas no subían). Significaba que papá había llegado de la oficina para comer con su familia.
Siendo un niño, me ponía muy contento que comiera con nosotros. Era poquito el tiempo que teníamos para conversar y él siempre fue mi modelo a seguir, pero no entendía por qué venía todos los días solamente para comer en casa y mucho menos en un auto tan viejo. “Papá, ¿por qué no cambias el carro por uno más nuevo?”, era mi reproche. La respuesta era la misma una y otra vez: “El carro nuevo está en ustedes, en su educación”.
A esa edad no entendía la respuesta. Treinta años después, tiene todo el sentido del mundo. Cuando comenzamos a peregrinar, no entendemos todo, pero traemos las ganas y energías para andar y, aunque queremos entender y comernos al mundo, nos quedan experiencias por vivir. De aquí viene el desarrollo del peregrino: hay que entender que algo que nunca faltará es “lo que sea necesario para que sigamos adelante” y esto siempre será provisto de alguna manera por Dios, aunque no lo entendamos en el momento.
Papá siempre estaba presente, faltó pocas veces a comer a la casa, y eso implicaba un esfuerzo por estar ahí. Estaba presente según sus posibilidades y eso provocaba que aprendiéramos a estar para los demás. Cada 10 de mayo y en el cumpleaños de mi madre, a la hora de la comida, había un jarrón en el centro de la mesa con algunas flores. En ocasiones eran rosas rojas, en otras alcatraces. “¿Y esas flores, mamá?”, era la pregunta obligada. “Tu papá, ya sabes”, respondía. Era un detalle magnífico, mi madre estaba contenta y todos festejábamos juntos que cumplía un año más de vida. Mi padre buscaba darle algún regalo, además de las flores. Conocía tan bien a mi madre que no fallaba en regalarle la talla correcta y el estilo adecuado de algún vestido.
Cuando tenía 16 años, me atreví, con un poco de pena, a pedirle consejo a mi padre sobre cómo ser detallista con una chica. En mi mente estaba comprar flores y regalarlas, pero no sabía muy bien si eso encajaba con el momento. Cuando uno invita a salir a alguien que le gusta, por lo general quieres que todo salga bien y buscas que todo esté planeado a la perfección, pero tampoco ser tan intenso.
“Escúchala y platica con ella, así vas a conocerla y ya después ves si quieres seguir la relación; sal varias veces con ella”, fue lo que me dijo mi padre, y me quedé pensando: entonces invitarla a salir al mejor restaurante, regalarle flores, darle algo que la impresione no era el consejo que me daba. “Entonces, ¿la invito a salir y ya? ¿Platico y ya?”. Papá sonrió y me dijo: “Conócela”. Las flores, abrir la puerta, invitarla a un restaurante son detalles que colaboran, pero no son todo lo que necesita otra persona con quien vas a compartir tu tiempo; aprende a escucharla como ser humano, todos necesitamos ser escuchados. Cuando escuchamos podemos ver los pequeños grandes detalles y esto aplica con todos”.
Cobró sentido la forma de ser de mi padre con muchas personas. Las escuchaba y después hablaba también (y mucho). Ponía atención a los pequeños grandes detalles que escuchaba cuando conversaba, tenía la característica de querer ayudar siempre. Una nota más a mi peregrinar que apunté: “Aprender a escuchar y ser detallista”. Con el tiempo aprendí que esto aplica con todas las personas.
Vivíamos a unas cuadras de un supermercado. Después de que mi padre se jubiló, todos los días iba a comprar lo necesario para hacer la comida junto con mamá, pero había un detalle que frecuentemente sucedía: se tardaba mucho tiempo para una actividad que podría realizarse en 30 minutos.
Mi madre, un poco desesperada, me decía a mí o a mis hermanos: “Ya se tardó tu papá, seguramente se ha de haber quedado platicando con alguien; márcale al celular para que se apure”. Algunos minutos después aparecía mi papá con una bolsa y el mandado. “Es que me topé a don Pedro” y mi madre le respondía: “Pues sí, cielo, pero te fuiste a las 11 y ya es casi la una de la tarde”. Papá solo se reía de la situación.
Un día, mientras caminábamos, me comentó: “¿Sabes qué empecé a hacer? Cuando me topo a alguien, lo saludo y le digo: ‘¿Cómo estás? ¡Qué gusto me da verte!’ y si me permite la persona, la saludo con un abrazo… vieras cómo a algunos les cambia la cara. ¡Hasta se quedan platicando un chorro de tiempo conmigo, a veces ya ni sé cómo decirles que me tengo que regresar a la casa!”.
Se le hizo costumbre saludar a las personas de esa manera. Era contagiosa su forma incondicional de ver por el otro, aunque se toparan tan solo unos segundos y, por lo general, la gente devolvía el saludo con mucho entusiasmo. Era ver por los demás, aquellos que también están peregrinando y que necesitan un poco de apoyo. Nunca estuvo de sobra decirle: “Qué gusto me da verte” a otro peregrino de la vida. El día de su despedida, aquellos a los que abrazó con tanto gusto fueron a llenar la iglesia y decirle “gracias”. ¡Hubo personas que no alcanzaron a entrar!
Salimos a caminar y mientras hacíamos nuestro recorrido, mi padre se encontró un reloj tirado en el piso. Era negro, las correas se veían nuevas y la pantalla estaba intacta y sin rayaduras. Acto seguido, mi padre lo tomó del piso y siguió caminando. “Papá, ahí déjalo, no es tuyo, lo que estás haciendo no es correcto”, le comenté mientras avanzábamos. Eran alrededor de las siete de la tarde y ya estaba por oscurecer, la sombra de los árboles no ayudaba a ver con claridad y pensé que definitivamente estaba muy mal lo que mi padre hacía, y sobre todo si se aprovechaba de la oscuridad para quedarse con el reloj.
Mi padre seguía sujetando el reloj con la mano, pero lo hacía de una manera muy peculiar, solo estaba agarrando una correa, de forma que el reloj se movía con cada ir y venir de su brazo. “¿Por qué me ves así?”, me preguntó. “Piensas que me voy a quedar con el reloj, ¿verdad? No seas desesperado”. “Tú sabrás”, le respondí, con un tono de desaprobación, deslindándome de su acto.
Avanzamos alrededor de 200 metros cuando se nos acercaron dos jóvenes, traían cara de asustados y estaban muy agitados. Uno de ellos abordó a mi papá y le preguntó si el reloj era suyo. Mi padre lo negó y le devolvió la pregunta cuestionándole si él lo estaba buscando. Al afirmarlo, mi padre se lo devolvió. Seguimos caminando y solo me dediqué a disculparme por pensar que se lo iba a quedar. Papá me dijo: “Haz lo correcto aunque la gente no te entienda”.
Las herramientas de un peregrino
Todos necesitamos ayuda y posiblemente podemos ofrecerla, pero no todos estamos dispuestos a correr el riesgo de ser juzgados en el camino. Peregrinar es así: se nos entrega una vida sin pedirlo y nos descubrimos mientras aprendemos a aceptarnos y a decidir a través de las experiencias. Vamos creciendo mientras caminamos y, al mismo tiempo, compartiéndonos con los demás. Es muy probable que así sea hasta nuestro último segundo de vida y esto le da sentido a la misma.
Tengamos en cuenta los “pequeños grandes detalles”: estar presentes, hacer el bien incondicionalmente y ocuparnos de quienes nos rodean. Después de todo, caminar en la vida se pasa rápido. Por eso hay que agradecer todos los días, porque nos veremos más adelante. Es nada más un ratito.