Tradición y cultura del Día de Muertos

La muerte se erige como un enigma que acompaña al ser humano en su travesía existencial, funcionando como un espejo —haciendo referencia a la concepción de Octavio Paz— que refleja nuestras inquietudes y temores más profundos. Este misterio, cargado de interrogantes, ha llevado al ser humano a entrelazar su comprensión de la mortalidad con su identidad, generando expresiones únicas.

En México, este diálogo con la muerte se manifiesta de manera singular, resonando en tradiciones, costumbres, imágenes y símbolos que celebran la memoria y el recuerdo sobre el olvido. La vibrante festividad del Día de Muertos es un ejemplo de esta conexión, donde las ofrendas y símbolos no solo honran a los difuntos, sino que también buscan mantener viva su esencia en la memoria colectiva. Así, en lugar de sucumbir al olvido, se crea un espacio de celebración y reconocimiento que transforma la muerte en una parte integral de la vida.

Crédito: Foto de Caleb Hernandez Belmonte en Unsplash

Esta festividad, que ha perdurado a lo largo de los siglos, preserva en su esencia histórica el culto a los muertos característico de la visión prehispánica, en la cual la muerte ocupaba un papel central en el ciclo natural. Los antiguos mexicanos integraban esta noción en su vida cotidiana, considerando que la existencia se extendía más allá de la muerte. Para ellos, morir representaba el inicio de un viaje hacia el Mictlán, el reino de los muertos, y en diversas comunidades indígenas, la muerte era concebida como “una forma de retribución a la tierra”. 

El notable poeta y gobernante prehispánico Nezahualcóyotl reflexionó sobre la muerte en versos que nos invitan a meditar sobre nuestra existencia:

“¿Con qué he de irme?
¿Nada dejaré en pos de mí sobre la tierra?
¿Cómo ha de actuar mi corazón?
¿Acaso en vano venimos a vivir
a brotar sobre la tierra?
Dejemos al menos flores.
Dejemos al menos cantos.”

Las festividades en torno al Día de Muertos coincidieron con el final del ciclo agrícola, marcando la conclusión de la temporada de lluvias y la época productiva de la tierra. Durante estas celebraciones, se colocan ofrendas de flores que se integran a las tradiciones católicas de Día de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, celebradas el 1 y 2 de noviembre, respectivamente. La esencia de estas fiestas se manifiesta con mayor claridad en comunidades indígenas y rurales, donde se cree que las almas de los difuntos regresan durante estas noches.

Crédito: Foto de Roger Ce en Unsplash

El gran escritor Paz en El laberinto de la soledad describió: “la costumbre de comer el 2 de noviembre panes y dulces que fingen huesos y calaveras son hábitos, heredados de indios y españoles, inseparables de nuestro ser. Nuestro culto a la muerte es culto a la vida, del mismo modo que el amor, que es hambre de vida, es anhelo de muerte.” Esta dualidad se refleja en las diversas formas en que se celebra el Día de Muertos, donde cada localidad aporta su propio matiz.

La tradición común incluye visitar los cementerios para dar una bienvenida y una despedida a las almas, arreglar tumbas y colocar ofrendas. Las decoraciones de velas y los caminos de flores de cempasúchil guían a los difuntos hacia sus ofrendas, que incluyen comidas, bebidas, objetos personales, rezos y música. El agua, que mitiga la sed tras el largo viaje desde el “más allá”, es un elemento esencial que remonta a la época prehispánica.

El altar de muertos, un componente fundamental de esta celebración, ha ganado popularidad incluso en otros países. Estos altares pueden tener dos niveles, representando el cielo y la tierra; un tercer nivel que simboliza el purgatorio; o los tradicionales siete niveles que aluden a los pasos necesarios para alcanzar el cielo. En estos escalones se colocan diversos elementos: la imagen de un santo, sal para la purificación, pan como alimento, las comidas favoritas del difunto, fotografías de los fallecidos, una cruz hecha de semillas o frutas, y las emblemáticas calaveras de azúcar, barro o yeso, que simbolizan la muerte y recuerdan su omnipresencia.

Crédito: Foto de José Guadalupe Posada, La Catrina, Cortesía

La imagen de la calavera, profundamente arraigada en la tradición mexicana, se extendió más allá de esta festividad. A finales del siglo XIX, se convirtió en un símbolo social para la crítica humorística de los procesos sociales, políticos, económicos y culturales del país, gracias a ilustradores como Manuel Manilla y José Guadalupe Posada. Este último creó la célebre “Calavera garbancera”, popularmente conocida como “la catrina”, redescubierta más tarde por Diego Rivera en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central. Así, la calavera se ha convertido en un símbolo visual que, desde la época prehispánica hasta nuestros días, nos ayuda a entender y dar significado al inevitable ciclo de la vida y la muerte.

Crédito: Foto de Diego Rivera, Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, Cortesía

Paz señala en el ensayo antes mencionado: “calaveras de azúcar o de papel de China, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida, afirmación de la nadería e insignificancia de la humana existencia”. Montamos altares, adornamos con cráneos o calaveras, consumimos panes que simulan huesos, cantamos y hacemos bromas sobre “la muerte pelona”. Sin embargo, esta familiaridad no nos exime de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte?

Crédito: Foto de Chris Luengas en Unsplash

Y para reflexionar sobre esta celebración y su significado, en la Universidad de Monterrey (UDEM), se presentarán una serie de grabados inspirados en la gráfica tradicional del antes mencionado Posada, bajo la asesoría del maestro José Luis Carrera de la Escuela de Arte, realizados por las alumnas Daniela Covarrubias, Sofía Luna, Alejandra Ramírez, Fátima Ruiz y Hannia Yoelle de los Santos, que serán presentados en el Centro Roberto Garza Sada.

Así, en cada rincón de México, el Día de Muertos nos susurra historias de aquellos que han partido. Las calaveras coloridas, nos recuerdan que la muerte no es el final, sino el comienzo de un nuevo viaje. Cada altar, adornado con flores y ofrendas, conecta dos mundos: los vivos celebran la vida mientras honran a los muertos con amor. Es un día para recordar que, al final, somos parte de un ciclo eterno.