Turismo: el planeta Disneylandia
Cuando somos turistas buscamos no serlo. Llegamos a un lugar y queremos “bares auténticos”, nos alejamos de “restaurantes de turistas”. Si vemos un lugar caro, de dudosa calidad y con muchos extranjeros, lo rechazamos. Deseamos encontrar “sitios de verdad”. Anhelamos tener experiencias “like the locals” (una mentira explotada al máximo). Pero debemos aceptarlo: todos somos turistas cuando salimos de nuestra ciudad.
El turista constantemente se contradice. Es la cultura de masas con pretensiones de exclusiva, analiza el escritor Martín Caparrós. “El turista suele creer que no lo es”, continúa, “que él no es como esos. El turista, cuando lo es y cuando no lo es, desdeña a los turistas”. ¿De dónde salió este odio, esta “turismofobia”?
Este repele no es de a gratis. Los destinos más populares del mundo están a reventar de personas: las Cataratas del Niágara reciben 30 millones al año; la Muralla China, 10 millones; toda España recibe 83 millones al año, que es casi el doble de su población. No se diga Venecia: 50 mil personas llegan y se van cada día de la isla (lo mismo que el estadio de Rayados). Caparrós deduce que estas 5 mil toneladas de carne son las que hunden esta hermosa ciudad-parque-temático, y no el asalto de las aguas. Y si los 3 mil pasajeros que bajan de un crucero, se pasean y no compran ni un imán, llavero o playera (“espantitos”, como los llama el escritor argentino), es un fracaso rotundo para la ciudad. Y sí pasa.
Los locales cada vez están más molestos. Ven cómo los comercios de toda la vida son reemplazados por tiendas que venden playeras (pirata) de Messi, o por bares con luces neón y margaritas (en Berlín) en yardas al dos por uno. Y también cómo sus vecinos (o ellos mismos, caray) se tienen que salir de sus hogares porque los barrios se encarecen, o los dueños de los departamentos ven mejor negocio ofertándolos en HomeAway o AirBnB.
De lujo a obligación, en un post
El turismo es el hecho de viajar sin otra razón que viajar. Puro gozo. No es un viaje de negocios, ni de educación (un intercambio estudiantil), ni para documentarlo en unas crónicas (en general, son pocas las veces que alguno lo hace). Si deja de existir, en realidad no pasa nada. Pero este escenario es, sinceramente, imposible: lo que para los Baby Boomers era un lujo, para los de la Generación X era un derecho. Ahora, para los millennials y centennials, viajar es una obligación. Y es obligación también registrar todo a través de un smartphone.
Como en todo, Internet es el gran cambio. Antes, un álbum arrumbado en alguna repisa del librero contenía los momentos de vanidad, pero ahora es Instagram y Facebook. Las fotos de los viajes también han cambiado: antes, una simple sonrisa con Machu Picchu de fondo. Ahora, los pies en la playa, la champaña con el océano de fondo. O peor: los presuntuosos “Aquí me quedo”, “Mi oficina de hoy” o “Alguien tiene que sufrir”, junto con alguna foto bajo una palapa, una cerveza y un libro sobre entrepreneurship. Ya cada vez son más los viajes de envidiar que los viajes de viajar.
La industria más buena onda del mundo
El turismo siempre ha sido una industria y representa el 10 por ciento del producto bruto mundial (lo mismo que el petróleo o la agricultura). Genera 3 mil millones de dólares cada día. Además, podemos decir que se democratizó: una de cada seis personas en el mundo turistea. La geógrafa Sylvie Brunel lo define muy bien en su libro: “Es el planeta disneylandizado”.
Es un fenómeno que nace en el siglo XVIII, pero explotó en el siglo XX y se masificó en el XXI. Elizabeth Becker, en su libro Overbooked: The Exploding Business of Travel and Tourism (2013), reporta que el primer paso fue en 1958, con el primer vuelo transatlántico que no paró para cargar turbosina.
A partir de ahí, creció como la espuma: en 1960 se realizaron 25 millones de viajes turísticos en el mundo. En 1970 fueron 250 millones. En 1995, 536 millones. Y en 2012 “celebramos” que en el mundo se hicieron mil millones de viajes. Un aumento del 6 por ciento en viajes cada año. Las aerolíneas de bajo costos y las apps son, en parte, responsables de esto.
Donde viven 50 mil llegan 30 millones
Hoy, muchísimas naciones en vías de desarrollo ven al turismo como su principal salida de la pobreza. Tailandia, por ejemplo, es el principal exportador de arroz en el mundo. Sin embargo, el turismo es su principal fuente de ingreso. Costa Rica ha aprovechado sus riquezas naturales para explotar su imagen como uno de los hot spots del ecoturismo. Sri Lanka y Myanmar, ahora que ya dejaron detrás conflictos políticos, buscan llenar sus ciudades de turistas que arrojen dinero. Al igual que cualquier industria, el turismo necesita de una infraestructura sólida para sostenerse, pero estos países ya se dieron cuenta de que es más barato construir hoteles, aeropuertos y carreteras, que fábricas.
El boom depende de los gobiernos y sus políticas, que a veces brillan por su ausencia, ya que es más fácil promover una fuente, un monumento o un parque nacional, que regularlo. Esto deriva en un gran peligro que se asemeja a lo que le ocurrió a Venecia, en donde apenas viven 50 mil personas, pero recibe cada año a 30 millones de paseantes. Barcelona, por ejemplo, pasó de 3.6 millones de turistas en 2005 a casi 6 millones 11 años después. Es un beneficio a corto plazo y atractivo para los políticos: genera demasiado dinero y empleos.
Domar a la bestia
Hay esfuerzos para contener este fenómeno voraz. Algunos gobiernos sí han hecho caso a las peticiones ciudadanas: en Holanda han regulado el abuso de plataformas de hospedaje y los usuarios pueden ofrecer sus propiedades hasta 60 días al año. Además, Ámsterdam ya no es promocionada como un destino obligatorio.
Pero difícil que esto se replique en otros países. Es más: en ciudades destino, como Praga, varias empresas ofrecen tours en segways. Es la hermosa experiencia de conocer una ciudad a toda velocidad sin siquiera pisarla.
Mientras haya turistas que lo demanden, es difícil que los gobiernos lo combatan. Si le preguntas a tus amigos qué harían con un millón de pesos gratis, la mayoría diría viajar. Queda en nosotros, como turistas, ser conscientes de nuestros comportamientos y nuestros consumos. Tener en cuenta que las apps de alojamiento modifican estructuras habitacionales en Puerto Vallarta; sitios web compiten durísimo por ofrecer el precio más barato (sacrificando beneficios al cliente); apps de reseñas están cambiando negocios para ofrecer opciones más tourist-friendly. Y todo para que el visitante gaste y diga que ahí ya estuvo. Pero su sentir se mantiene: nadie quiere ser turista cuando hace turismo.