See you Zoom!
El sillón de la sala es el nuevo centro del universo. Con los dedos pringosos de mantequilla y chile Tajín, mi hija toma un puñado de palomitas y se acomoda en el rellano izquierdo, tocando con su pie el mío. Nunca pensé que un acto cotidiano, rutinario y fútil iba a cobrar tanto significado. Por primera vez en toda la semana ninguna de las dos está pendiente del celular ni conectada a una reunión virtual. Es un “martecito” por la noche y, ante el encierro, disfrutamos juntas un programa en la tele, como solían hacerlo mis padres conmigo cuando era niña.
En nuestra pantalla, el comediante Jerry Seinfeld le pregunta a una audiencia, desternillada de risa, cómo fue que dejamos de usar los teléfonos para llamar y los convertimos en máquinas de “textear”. No da una respuesta, pero con agudo ingenio, usa la risa para llevarnos a la reflexión. Y es que, en este torbellino de la vida contemporánea, damos las cosas por sentadas y olvidamos que no siempre han sido así, y peor aún: que no siempre lo serán.
El ejemplo de Seinfeld me hace pensar: ¿En qué momento nos convertimos en Homo texting —o, para ser más correctos, en Homo scribere— y después en Homo videns como vaticinaba Giovanni Sartori? Una nueva realidad se está instalando en nuestro hogar convirtiéndolo en un gran cuarto de interacción virtual sin ninguna resistencia y a una velocidad nunca antes vista. ¿Hacia dónde nos llevará?
En su famoso discurso para graduados en Stanford (2005), Steve Jobs destacó que, para entender cómo llegamos a donde estamos, debemos conectar los puntos hacia atrás. El concepto de las videollamadas y mensajería era parte de nuestro actuar cotidiano. Otros colosos tecnológicos como Apple, Facebook, Google y Microsoft nos prepararon para ello con FaceTime, Messenger, Hangouts y Skype. Pero Zoom, esa plataforma creada por Eric Yuan en 2011, hizo algo distinto que permeó en la mentalidad de una forma inesperada y ha logrado acumular, en poquísimos meses, más de 300 millones de usuarios. Así que, para entender el efecto Zoom, necesitamos hacer zoom in a sus predecesores.
La mora negra y su revolución a golpes de BB Pin
En los albores de 1999, BlackBerry revolucionó los teléfonos al integrarles un teclado completo y crear BlackBerry Messenger (BBM), una aplicación de mensajería exclusiva para teléfonos inteligentes. Desde su lanzamiento ganó popularidad entre los yuppies (esa olvidada generación), poniendo en la cúspide a la compañía. Para 2012, tenía el 50% del mercado y casi 80 millones de suscriptores. Su teclado QWERTY y el sistema conocido como “Pin” fueron la innovación que dio lugar al Homo scribere.
Pero el ritmo acelerado del siglo XXI hizo que el gigante se viera desbancado en tan solo una década. ¿Qué sucedió? Llegó al mercado, casi de forma imperceptible, otro contendiente, cuyo ícono era un teléfono verde encerrado en una vírgula de comunicación: WhatsApp.
Nace un nuevo verbo: whatsappear
Una de las cualidades de la innovación es que, cuando las personas han cambiado sus hábitos, es relativamente sencillo insertar nuevos comportamientos. BlackBerry mostró a los usuarios las ventajas de enviar un texto y la complicidad del silencio para comunicarte con alguien de forma casi inmediata. Un sonido discreto o un punto rojo sobre el ícono nos hacía saber que alguien nos buscaba y, a diferencia de las incómodas llamadas, no estábamos obligados a contestar de inmediato (aunque los demás pensaran que sí).
La innovación de WhatsApp —desarrollada por el ucraniano Jan Koum en 2011— no fue su código y configuración para teléfonos inteligentes, sino algo que parece muy simple: las dos palomitas azules. Esta función nos dio la certeza de que el otro (ese receptor buscado), aún en silencio, había leído nuestro mensaje.
Su punto de inflexión fue en 2014, cuando WhatsApp fue comprado por Facebook, y la vida entera empezó a llegarnos por “whats”. En medio de este confort silencioso de texto, voice notes y pulgares adoloridos, el “ring, ring” de los teléfonos fijos y móviles poco a poco fue enmudeciendo.
El último punto antes de Zoombieland
Si pensamos en videoconferencias, nuestra corta memoria nos llevará a Skype, el software creado por Janus Friis y Niklas Zennström que, desde 2003, facilitaba la comunicación usando imagen, voz y datos. Lo cierto es que el concepto de videollamadas rondaba en nuestro imaginario colectivo desde los años cuarenta. Fueron los programas de televisión en la década de los sesenta, como El súper agente 86, los Supersónicos y Star Trek, quienes le inocularon a la generación X la idea de hablar con alguien a través de una pantalla de forma natural y cotidiana.
En marzo de 2020 estas ideas del futuro posible nos alcanzaron y la plataforma creada por Yuan aprovechó la coyuntura como nadie. Zoom se reposicionó rápidamente como un software amigable, gratuito por los primeros 40 minutos de uso, transparente para el usuario, fácil de acceder y con la posibilidad de conectar simultáneamente hasta 100 usuarios.
Ante la imposibilidad de salir de casa empezamos a construir Zoombieland, esa realidad de cuadritos en la que amigos, compañeros, pareja y desconocidos se conectan permanentemente para trabajar, estudiar, asistir a un webinar o celebrar una cena accediendo a un link de videollamada. ¿A cuántos “Zoompleaños” entraste entre marzo y agosto?
Aunque Zoom no es la única plataforma y compite contra Microsoft Teams, Messenger Rooms, Google Meet y Skype, su nombre pegajoso y divertido se posicionó con ayuda de neologismos, como en su momento hicieron otras gigantes del mundo tech (conjuguemos por ejemplo el verbo “googlear”). Navegando en internet nos topamos con nuevos términos como Zoom fatigue, Zoombombing y Zoomparties (intentamos hacer lo mismo con Microsoft Teams, pero no funciona). Una marca divertida, un temor enraizado y millones de usuarios conectados, ¿cuánto durará el reinado de las videollamadas en esta modernidad líquida e incierta?
El péndulo de Calderoni
Conectar los puntos nos ayuda a darle sentido a las causas que originan un fenómeno. En el caso del futuro del home office, del home schooling y de las Zoomparties, pareciera que tenemos todo para crear la tormenta perfecta: tecnología, cambio de mentalidad provocada por una pandemia y crisis económica.
Sin embargo, cuando se trata de revisar cómo llegamos aquí, también suelo citar a mi maestra, la doctora Sonia Calderoni, quien solía recordarnos en clase que la historia (así, con ‘h’ minúscula) era un péndulo y que en cada crisis de la humanidad había un retroceso y un avance. Hoy no podría estar más de acuerdo con ella y creo que el retroceso a realizar todo desde casa puede redefinir —nuevamente— los límites entre lo público y lo privado.
Quizá baste recordar las palabras de Hanna Arendt en La condición humana (1958) sobre la Grecia antigua: “La esfera privada era la esfera de la casa y de la familia. […] de la vida misma: de proveer alimento, de dar a luz, de producir y reproducir la vida humana. La esfera pública era completamente diferente. El mundo de la polis era la esfera de la libertad. Para los antiguos griegos, la libertad solo tenía lugar en la esfera política, la polis”.
En las sociedades modernas tuvo lugar lo que Arendt llama “el auge de lo social”, en el cual muchas de las actividades, que alguna vez se realizaron en los confines del hogar y la familia, son hechas fuera de la casa, cada vez más, por grupos y clases sociales. La esfera del trabajo (y del home schooling) se expande más allá de la vivienda para ocupar progresivamente el espacio de lo social, creando una sociedad de trabajadores y empleados, de clases organizadas y partidos que persiguen intereses colectivos.
En nuestro 2020, paradójicamente, el péndulo vuelve al lugar de origen y ahora la casa se convierte en el espacio público al cual todos tienen acceso.
La vida de cuadritos, la vida humana
En estos días he asistido a un par de juntas en las que he visto a una de mis clientas alimentar a una bebé mientras repasamos la propuesta de trabajo. También he tenido que callar a mi perro que parece saber cuándo mi reunión está en su punto más importante. Y, sin poder evitarlo, he visto el desorden de mis colaboradores cercanos quienes, al no contar con un lugar específico para poner la computadora, nos muestran la barra de la cocina.
Sin embargo, ante el ladrido del perro, el llanto de los niños y las interrupciones de audio y video, nadie se queja: parece que finalmente hemos aprendido a ser más empáticos al reconocer que así estamos todos y que la vida de oficina o el salón de clases es otro constructo imaginario que está por evolucionar. Trabajar o tener clases online en pijama desde casa (todos lo hicimos) nos recuerda cuán humanos y parecidos somos y la necesidad que tenemos, no de salir, sino del contacto físico: usar los sentidos en todos los sentidos.
Y es que la tecnología es una gran aliada, pero también drena nuestra energía, no importa cuál plataforma usemos: la Zoom fatigue empieza a ganar terreno en publicaciones sobre salud mental. Este nuevo término, acuñado en artículos de Harvard Business Review y BBC Worklife por Gianpiero Petriglieri, profesor asociado de INSEAD, devela la compleja interacción que tenemos frente a la cámara. En nuestros procesos de comunicación con el otro, la comunicación no verbal, los gestos, las manos, la postura, incluso el olor y la vibra son elementos importantes para decodificar lo que se nos quiere decir. Un desfase en el video o un silencio prolongado nos resultan incómodos y a menudo estresantes. Trabajar y estudiar desde casa requiere una mayor concentración y disciplina, lo que, lógicamente, consume más energía. Si le agregamos el entorno privado que está siendo permanentemente expuesto, el estrés se dispara.
Y volver, volver, volver
La incertidumbre y la angustia sobre el futuro nos agobia a todos. Lo que más extraña mi hija de su vida anterior son sus amigas, sus reuniones, los martecitos en la casa en turno. Como alternativa han ideado PowerPoint Parties en las cuales cada una de ellas prepara un tema que le interesa: desde cómo se hace un elote desgranado hasta qué posibilidades hay de ganar si peleas contra una princesa de Disney. Intentan mantenerse cerca y convivir de algún modo, pero lo que antes era una diversión —estar pegada al celular, a la computadora, a la televisión— empieza a cansarle. Quizá por eso ha renunciado a todo en este martecito y juntas miramos la tele sin pelear para que deje el celular. El contacto físico, la intimidad de compartir sin que nadie más nos vea, nos da un respiro.
Sin duda la dinámica del Zoom nos ha ayudado a conocernos a nosotros mismos y a descubrir la vulnerabilidad en lo íntimo. Hemos perdido la sensación de control porque, aunque parezca que estamos híper conectados, dependemos de un switch para “ser en el mundo”.
El show de Seinfeld termina y nos deja un buen sabor de boca. Nos quedamos juntas en el sillón, en silencio, disfrutando únicamente la cercanía. Agradezco el momento. No sé qué vendrá para el futuro, pero tengo la certeza de que, más allá de las pantallas, la percepción de lo real se está abriendo mar adentro, volcándonos hacia el interior. Zoombieland es una jaula que está abierta a nuestras espaldas… y ese quizá sea el verdadero límite de lo privado.