De esta no salimos solos
(O visto de otra manera: Sartre no nos ayuda en estos años pandémicos).
El fenómeno de la globalización ha hecho que profundicemos los modelos de comportamiento humano. En sí, es el comprender que este concepto está circunscrito no en la uniformidad sino en lo que los pensadores contemporáneos han denominado como un todo inseparable, es decir, la realidad social como un todo.
En este sentido, el COVID-19 nos ha obligado a entrar en esta perspectiva de la globalización. En ver al mundo, la vida y la sociedad como un tejido, en el que todos los miembros son interdependientes, están interrelacionados, son interretroactivos.
Esta visión pareciera contraponerse a lo enunciado por el filósofo francés Jean Paul Sartre (“¿El infierno son los otros?”) en su obra A puerta cerrada (1944), en un contexto que podría parecer totalmente diferente al nuestro.
Lo mencionado por Sartre es interesante, ya que utiliza la figura literaria religiosa del infierno como una situación en la que irremediablemente solo se debe padecer y sufrir por lo que el otro hace. El autor, en un verso de la obra, define el estado en el que se inspiró Dante para el castigo eterno, el sentido de su mirada al otro: “Cuando las relaciones con el otro están torcidas, viciadas, entonces el otro solo puede ser el infierno”, afirma.
El otro necesario
Pero los orígenes mismos de la antropología cristiana siempre han ido en otra dirección. Los individuos principalmente están asociados a lo social, como se lee en el libro del Génesis: “No es bueno que el hombre esté solo”. No fuimos creados para la soledad, sino para la alteridad hacia lo relacional. Esto lo enseña la globalización.
Si cuando se escribió la Biblia hubiesen existido los trending topics, posiblemente la respuesta de Caín ante la interrogante de Dios por su hermano Abel (“¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?”) hubiese sido la tendencia #NoSoyGuardiánDeMiHermano, un sinónimo muy parecido al #LordEsMiCuerpo que fue tendencia unos meses atrás.
Pero resulta que esta visión arrogante y autosuficiente del yo quedó totalmente vaciada en la pandemia, ya que no solo fue necesario cuidarse a sí mismo sino, muy importante, el no contagiarse para no perjudicar a los otros.
El asunto no era tanto el contagio, sino el contagio masivo y sin control, porque hasta los países con sistemas económicos estables y modelos hospitalarios de primer nivel se vieron colapsados por el creciente número de casos de Coronavirus, lo que trajo consigo un lockdown que tuvo repercusiones en lo económico —y hasta en el más mínimo detalle de nuestra cotidianidad.
Distanciamiento social vs distanciamiento físico
Parte de ese cambio, que quiso denominarse nueva normalidad, fue repetir la errónea frase del distanciamiento social. ¿Es posible distanciarnos de lo social? Si insistimos en ver a los demás como un infierno, posiblemente cederemos a ese autoengaño. Pero es imposible abstraernos de lo social: todos formamos parte del hecho social bajo distintos niveles y responsabilidades; todos aportamos algo en cuestión social.
La mejor referencia lingüística de cara al COVID-19 es la de la distancia física, no la social. Aunque el principio de individualidad siempre implica el respeto al propio espacio, ahora es necesario que ese espacio esté determinado por centímetros.
El COVID-19 también derrumbó ese antievangelio del “Sálvate a ti mismo”. Como lo planteó el papa Francisco en su aparición pública en la plaza de San Pedro (completamente vacía), “nadie se salva solo”. Y así en todas las dimensiones de la vida social. Si el individuo no puede salir solo de los problemas inmediatos, los pueblos tampoco pueden resolver solos sus problemas. Por ello las acciones de los gobiernos tienen que estar dirigidas en no promover un paternalismo estéril, sino en articular de condiciones para el ejercicio y desarrollo de las propias capacidades, en beneficio de todos.
De igual modo, si una ciudad no puede resolver sus problemas por sí misma, ya que está interrelacionada con los intereses propios de la nación, es necesaria la responsabilidad compartida en prácticas de solidaridad hacia los que menos tienen. Por mencionar un ejemplo: la creciente desigualdad entre los estados del norte y los del sur en México.
Un país, desde una visión más amplia y a pesar del principio básico de soberanía y autodeterminación, también necesita de sus vecinos e, incluso, los problemas de uno siempre tienen diferentes expresiones en esos territorios comunes de fronteras, en los que muchas veces el drama humano es el principal protagonista.
Repensar el todo
Por ello, el reto en este difícil momento de pandemia debería ser el reconocer la necesidad de encontrarnos, de reconocernos, de respetarnos y, por tanto, de ayudarnos en la construcción de esa “nueva normalidad”. De lo contrario, solo sería un mero cambio nominativo en el uso de la palabra “nuevo”, aunque en realidad sería un mundo pospandemia con las viejas condiciones egoístas y autosuficientes de siempre.
En este ejercicio de repensar el mundo debido a la pandemia —parafraseando al célebre autor que propuso la metacognición de repensar el pensamiento—, es imperante entrar en la dinámica de la corresponsabilidad de lo que sucede a nuestro alrededor, haciendo frente a los problemas sociales. Reconocer que el problema de uno puede ser el problema de todos. Dicho problema no es solo una excusa para aminorar la participación social, sino una oportunidad para el compromiso en las causas que busquen el bien común. Así ya no será la causa de uno, sino la causa de todos.
En su reciente documento, Hermanos todos, el papa señala el camino de la solidaridad y el servicio como instrumentos de verdaderos cambios en lo social: “El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su proximidad y en algunos casos la ‘padece’ y busca la promoción del hermano. Por eso nunca el servicio es ideológico, ya que no se sirve a ideas, sino que se sirve a personas”, dice Francisco.
Entonces, en 2020 no le hagamos mucho caso a Sartre con su famosa frase sobre el infierno. Si servimos y somos solidarios seguramente ya hemos comprendido que, de esta pandemia, como de tantas otras pandemias —xenofobia, discriminación, racismo—, no saldremos solos: siempre necesitaremos del otro.