Infodemia: ¿Podemos escapar de la sobrecarga de información?

En menos de 24 horas he vivido muchas vidas a través de una sola pantalla. He contestado correos de trabajo y tareas que llegan a diferentes horas del día y de la noche. Me organicé con mis familiares para hablar (otra vez) por Zoom. He mandado fotos de mi gata a mis propios roomies porque si me muevo de donde estoy, la voy a despertar y en esta casa tenemos las prioridades claras. Y finalmente, la peor versión de las vidas: se ha amontonado la realidad de este país en noticias de impunidad, feminicidios, represión policial, violencia a periodistas, detenciones arbitrarias, opiniones sobre esas detenciones arbitrarias, videos, declaraciones vacías y contradictorias de políticos.

Y entre las noticias cada vez más devastadoras del país, caen sobre mí las de la vacancia de la presidencia del Perú. Y entre las noticias del Perú, llega un video de Kamala Harris a mi feed, en el que habla sobre su apoyo a las
fuerzas armadas de Israel. Y de repente: un gatito que descubre que tiene cuatro patas. La foto del hijo de mi amiga. Represión policial. Mensaje de trabajo. Todo llega a mí. Énfasis en que todo llega a mí, es decir, soy espectadora pasiva y no la receptora activa y libre que pintaban las teorías de comunicación sobre el usuario digital, que por tener muchas opciones seríamos libres de escoger lo que leemos, vemos, comentamos, cuál información nos va a alimentar y cuál nos va a desgastar.

El problema no es, claro, que lleguen gatos tiernos a mí o que me entere de las afiliaciones políticas de Kamala Harris, porque ambos temas son importantes. El problema está, en realidad, en qué tanto la velocidad con la que llega la información, así como el espacio que ocupa, hace que no pueda distinguir entre una noticia y la otra.

Sí, la noticia de la llegada de Kamala Harris y de Joe Biden a la Casa Blanca confirma la alegría que es el hecho de decir adiós a Donald Trump, pero las noticias más importantes, las que más impacto deberían de tener sobre mí, son las noticias de México, donde están pasando muchas cosas gravísimas; pero la incapacidad de procesar el impacto emocional de todas estas noticias lo vuelve todo una masa de información que solamente me cansa y acaba diluyendo todo lo que pasa.

Es verdad que los medios nunca fueron hechos para activar a la población, sino que históricamente han sido instrumentos de la pasividad. Tenemos el instrumento de la pasividad más perfeccionado que existe y es la prueba de que pasamos de la era de la razón a la era de los datos (…y de los memes).

La santísima DATA

Hoy estamos sentados frente a una corriente inmensa de información y la era anterior no nos preparó para manejar el caudal —las noticias ya no se buscan, llegan a nuestro celular—. Y nos llegan de diferentes canales, lenguajes e interpretaciones y no tenemos un foro de discusión en donde estemos partiendo del mismo punto. Frente a la incertidumbre y a la falta de coordenadas, frente a la falta de comunidad o interpretación común, acabamos creyendo en el nuevo dios: la santísima data, en el nombre de la transparencia, la neutralidad y lo mensurable.

El dataísmo, concepto que acuñó el periodista David Brooks, es esta adoración a los datos y la presuposición cultural de que, si es posible medirlo todo, entonces hay que hacerlo. Brooks dota a los datos de dos valores: el primero, la imparcialidad o la reducción del margen de error frente a las deducciones con las que los humanos torpemente nos equivocamos por, claro, las emociones; el segundo, la posibilidad

de encontrar patrones de comportamiento como, por ejemplo, el hecho de que a pesar de que se le considera a John Lennon como el Beatle más intelectual, las letras de George Harrison son más complejas.

Así es: la virtud de la data es que te puede decir quién de tus amigos es el más inteligente sin que tú cometas el error de decir que eres tú y hagas el ridículo frente a una computadora que no tiene interés en hacerte sentir bien. Pero, sarcasmo a un lado, la gran corriente de la tecnología que describe Brooks en su libro The Social Animal (2011) y que convence tanto a inversionistas como a consumidores es esa infalibilidad tecnológica (por no tener el sesgo humano) que nos puede llevar a una mejor vida o nos puede decir el futuro o nos puede llevar al espacio.

Brooks, por ejemplo, ilustra su primer argumento con el caso de que algunos profesores intuyen que los estudiantes tienen estilos de aprendizaje diferentes y que entonces cambian de estrategia pedagógica para enseñar lo más diversamente posible a sus alumnos. No hay evidencia de lo que intuyen los profesores, argumenta Brooks. Excepto que sí la hay: y es el hecho de que los profesores conviven con sus alumnos casi a diario y que la comunicación no necesita de datos duros para arrojar resultados.

A veces los cambios son sutiles, a veces no puedes medir de X a Y qué tanto alivio sintió uno de los alumnos porque por fin entiende un concepto que antes le parecía imposible. Quizás el alumno todavía no sabe que sintió ese alivio, quizás es imperceptible en el momento, porque no estamos acostumbrados a leer nuestras emociones o a nuestro propio cuerpo. Porque si lo estuviéramos, pondríamos mucha más atención al hecho de que esto no está funcionando. Que la saturación de información se siente así: como saturación. Y que lo que están haciendo muchas empresas de información con los maravillosos datos es encontrar la fórmula (algoritmos) para hacernos más adictos a ellos y entonces “Con esto llegaremos a la Luna”, “Vamos a predecir el futuro” y “Él bajó 5 kg en dos días, ¿quieres saber cómo lo hizo?” o “Esta es la verdadera razón por la que Katherine Heigl ya no está en Hollywood”.

La espiral de la información

Antes de la pandemia, no me avergonzaba entrar a ver los datos que mi celular recoge sobre mi uso de redes sociales y tiempo en la pantalla. Hoy prefiero no enterarme. Ahí están, pero por economía emocional estoy eligiendo no verlos. Puede ser que, como dice Brooks, mi propia susceptibilidad humana me esté traicionando y haya pasado menos horas de lo que pienso moviendo el dedo hacia abajo mientras me deslizo por Instagram. Puede que identifique el patrón de comportamiento que tengo: a mayor nivel de ansiedad, mayor scroll.

Todos ya sabemos que lo que estamos haciendo en las redes sociales es vender nuestra atención. Y los medios saben que ahí está, entonces se adaptan a la forma para captarnos. En las mismas plataformas en las que, por ejemplo, los hijos de Chamath Palihapitiya, exvicepresidente de Facebook, no tienen permitido tener una cuenta (tampoco los sobrinos de Tim Cook, el CEO de Apple). ¿Qué tipos de mecanismos utilizan las redes sociales para mantenernos ahí?

El scroll eterno parece hasta hipnótico, nunca termina realmente, a menos que algo nos saque de ahí, porque si no hay interrupciones en donde hayan pequeñas pausas (dar clic a la siguiente página, imagen o video) para decidir si queremos mantenernos donde estamos, entonces hay algo que nos tiene que sacar de ahí. Y estamos esperando, esperando, esperando, a que salga algo que nos recompense, dándole para abajo, el scroll eterno.

¿Suena familiar? Quizá si alguna vez fuiste al casino. A esta técnica se le llama refuerzo intermitente, que trata de recompensar al usuario de vez en cuando, sin un patrón predecible, para mantener la expectativa. Y generar expectativa es lo que hacen bien las redes sociales, por eso las notificaciones falsas de Instagram y de Facebook. Ver los puntos rojos de que tenemos una notificación pendiente puede emocionarnos porque algunas de las notificaciones pasadas han desembocado en transacciones que nos hacen sentir bien, y nuestro cerebro ha liberado dopamina. El consumo de información es, pues, consumo. Se siente bien, hay gratificación al ver posts, fotos con filtro o tuits.

Así es como lo presentan Ming Hsu, neuroeconomista de UC Berkeley, y Kenji Kobayashi, investigador de la Universidad de Pensilvania;
parece que nuestro cerebro convierte la información en el mismo tipo de escala en el que procesa el dinero. Estamos eternamente esperando esa recompensa, ¿y qué pasa cuando la recompensa es la del espectáculo? ¿Cuándo nos entretiene ver una discusión entre nuestros contactos? ¿Qué pasa cuando la controversia es la que nos está manteniendo ahí?

¿Para qué informarnos?

Querer satisfacer nuestra curiosidad es una cuestión biológica, nuestros cerebros están hechos para que recibir información se sienta bien. El problema no está en querer satisfacer la curiosidad, ni siquiera cuando es información poco importante. Tal vez no es importante saber entre quiénes de tus amigos se gustan, pero emociona saberlo.

¿De qué sirve la información? Se habla tanto de la racionalidad de la información, de la utilidad de los datos, cuando en realidad no está sirviendo de nada (o más bien, sí está sirviendo a alguien). Pero ninguno de nosotros realmente necesitamos saber si George Harrison escribía letras más complejas que John Lennon. De verdad, créanme, en ningún tipo de escenario esa información es importante. Claro: hay formas muy importantes y relevantes de utilizar la información y los datos, claro que hay personas que hacen uso de ellos y cambian la vida o la forma de hacer muchas cosas.

María Salguero, geofísica y activista mexicana, hizo un mapa de feminicidios y, gracias a ese trabajo, se visibilizó la profundidad y gravedad de la violencia e impunidad machista en el país. Y también hay personas que han hecho cosas muy bellas con los datos y que no necesariamente nos tienen que servir de nada. Hay formas contemplativas de usar la información o el exceso de información.

A lo que me refiero es que la forma en la que estamos consumiendo información es insostenible no solo para nuestra salud mental, sino como forma misma de socializar nuestros procesos. Los datos no deben de servir a unos pocos para poder manipularnos. Tenemos que poder contextualizar la información, localizarla. No se trata tampoco de negarse a leer noticias internacionales o solo aceptar videos de gatos, si no de cuestionarnos si podemos mantener este ritmo de consumo de información si tenemos recursos limitados para interpretarla, procesarla y decidir qué hacer con ella.

No porque la vida digital no cuente, para nada, sino porque la vida digital es eso, vida, y también merecemos mejores espacios digitales, que respondan a nosotros y no a un posible futuro en el que nosotros servimos a los datos.