Diálogos con Merlí (o cómo nunca dejaremos de cuestionar)
La puerta se abre y entra un pequeño torbellino, en cuyas mejillas enrojecidas escurre sudor y juego. Bota la mochila en el asiento trasero y me saluda con la espontaneidad y despreocupación de sus siete años. ¡Hola, mamá! Iniciamos así el ritual de mediodía en el cual intercambiamos el mismo diálogo:
– ¿Cómo te fue en la escuela? – Bien.
– ¿Qué hiciste?
– Jugar con mis amigos.
– ¿Y qué aprendiste?
– Nada.
– ¿Nada? ¿Y para qué te mando a la escuela entonces si no aprendes nada?
Veo sus ojitos por el retrovisor, ha sacado un pedazo de sándwich de la lonchera y le da pequeñas mordidas, mientras mastica su respuesta.
– Mamá, ¿tú te acuerdas de todo lo que aprendiste cuando eras chiquita?
– No –respondo temiendo una de sus salidas desconcertantes.
– ¿Entonces por qué tengo que aprender algo que se me va a olvidar?
Sí, esas son las típicas preguntas infantiles, cargadas de sabiduría e ingenuidad, que tanto desconciertan a los adultos.
– Bueno –le dije– porque así tendrás cultura general y la usarás cuando la necesites.
– Cuando necesite saber algo, lo buscaré en internet.
El diálogo ocurrió hace 15 años, y entonces me dejó sin palabras, tal vez por la hora del intenso calor regiomontano, tal vez por sus siete años o simplemente porque me hizo notar que el mundo, como yo lo pensaba en términos de educación, había cambiado.
Aristóteles vía Netflix
El reciente caso de Erick Fabián de Jesús Hernández, que acaparó los medios y las redes sociales, me trajo el recuerdo sobre las predicciones de mi hija. Este joven logró un puntaje perfecto en su examen de admisión para entrar al bachillerato y, según sus palabras, lo hizo gracias a YouTube. Erick afianzó su conocimiento estudiando en un canal destinado a los Concursos de Asignación a la Educación Media Superior (COMIPEMS).
¿Y por qué lo hizo? Simple: encontró “un canal de- dicado exclusivamente para COMIPEMS en el que se abarcaba todo y se explicaban muy bien los temas y, sobre todo, de manera gratuita”.
Y sí: “gratis” es una palabra muy poderosa cuando de tomar decisiones académicas se trata, ya que las universidades –obviamente más las privadas que las públicas– requieren de una fuerte inversión económica que va desde las colegiaturas, transporte, alimentación, hasta la compra de materiales escolares. La inversión educativa, como la vieron nuestros abuelos y padres en las décadas de los 50, 60 y 70, que prometía el éxito a través de un grado académico de prestigio para ser doctor, ingeniero, abogado o cualquier otra carrera, ha dejado de rendir los frutos esperados. Aparentemente.
Expectativa vs. realidad
Tener un título “para ser alguien en la vida” sigue teniendo un peso social y familiar, pero la forma de obtenerlo ha cambiado significativamente y es posible que se transforme aún más. La expectativa sobre los estudios no es la misma: si bien antes el título universitario significaba una meta en sí mismo (un boleto de seguridad) para obtener un trabajo bien remunerado que desembocaría en una vida balanceada, económicamente estable y plena, esto ya no es así. Al menos no en toda la población interesada en cursar estudios superiores. ¿Por qué?
La matrícula universitaria –pública y privada– en nuestro país y en el resto del mundo ha sufrido una desaceleración palpable en los últimos años. Los padres de familia, pero en mayor medida los propios estudiantes, se la piensan bien antes de dar ese paso que los atará, entre tres y cinco años, a un horario lleno de deberes y exigencias. Además, es una decisión costosa, y en un entorno poco alentador donde la tecnología y la automatización de procesos cada vez le gana más empleos al ser humano conforme avanza el siglo XXI.
Las carreras tradicionales van a la baja porque el mercado demanda competencias y habilidades líquidas que instituciones sólidas y ortodoxas, por más prestigio que las preceda, parecen no terminar de brindar. Por otro lado, individuos hiperconectados y dispersos buscan en la educación una réplica de la sociedad de consumo que los ha condicionado. Es decir: educación a la medida, como yo la quiero, a la hora que la necesito y de bajo costo, como si fuera una serie o un portal de artículos en remate.
Este retorno de inversión (físico y económico) de nuevas opciones de educación, basado en la funcionalidad y el utilitarismo, lleva a los padres de familia a pagar colegiaturas y a los jóvenes a las aulas. Algo bueno, claro, aunque con un enfoque erróneo: no necesariamente se promueve el conocimiento per se, porque no trata de cultivar diálogo y reflexión, sino de simplemente aprender a rajatabla cosas que sirven para su simple implementación.
El mundo de Merlí
Lejos quedan los días cuando Aristóteles caminaba por el Liceo, acompañado por una cohorte de jóvenes (a quienes llamaban peripatéticos), ávidos de conocimiento del gran profe, mientras platicaban sobre matemáticas, medicina, retórica, filosofía, en un intento de facilitar el conocimiento, a través de sus conversaciones.
Ahora ese profe se llama Merlí, tiene tres temporadas en Netflix y ayuda a sus discípulos “peripatéticos” a resolver problemas existenciales y sentimentales mientras nos obsequia una instantánea del pensamiento de los estoicos, los nihilistas, los epicúreos, Kant y otros tantos filósofos. Cabe mencionar que las reseñas y debates sobre la serie son, incluso, más interesantes, dado que propiciaron cuestionamientos entre académicos y la vox populí sobre trivializar el conocimiento, banalizarlo o sacarlo de contexto para convertirlo en objeto de consumo.
La serie me parece una forma creativa de volver a plantear la filosofía en el Main Street, sacarla del aula para ponerla en práctica resolviendo situaciones éticas y existenciales de los jóvenes actuales como lo son el género, las drogas, la vocación y el bien y el mal. En mis tiempos de estudiante, el noruego Jostein Gaarder hizo un trabajo similar de divulgación con la novela El mundo de Sofía (1990), la cual se convirtió en un best-seller.
En ambos casos la filosofía nos ayuda a plantear interrogantes más allá del mero factor económico que resulta de educar a los jóvenes, pero, sobre todo, cuestiona la forma de hacerlo.
Una nueva revolución industrial
La educación ha traspasado la cuarta pared del salón de clase y ha saltado del recinto universitario a la pantalla de todas las computadoras del orbe. Internet cumplió el sueño inconcluso que alguna vez tuvo la televisión respecto a la educación a distancia. Ahora estamos en los albores de una cuarta revolución industrial, que se caracteriza por una combinación de tecnologías que está borrando las líneas entre lo físico, lo biológico y lo digital.
No hay revolución sin cambio y esta trae consigo la generación de nuevas industrias y tecnologías, lo que conlleva la creación de nuevas profesiones y, por ende, la obsolescencia de otras, como en su tiempo fueron la eliminación de los telegrafistas, deshollinadores y faroleros. Los nuevos tiempos exigen más profesionistas en campos que tengan que ver con la programación, la inteligencia artificial, la robótica, la nanotecnología y la bioingeniería, por mencionar algunos. Pero no todas las escuelas están listas para enfrentar una revolución que les plantea modificar su currículum, la formación de su cuerpo docente y sus instalaciones. Esto, más que un problema, es una clara área de oportunidad.
La problemática entre las necesidades del mercado, la oferta educativa y el interés de los estudiantes para adquirir solo ciertas habilidades está cambiando el panorama en todas direcciones, abriendo posibilidades en el negocio de la enseñanza, pero sin reglas muy claras.
¿Para qué sirven las universidades?
En su artículo “Don’t Send Your Kid to the Ivy League” (2014) de la revista New Republic, el profesor William Deresiewicz nos recuerda la importancia de una educación universitaria, que no necesariamente tiene que ver con calificaciones, entregas o exámenes. Explica que la principal razón de estas instituciones es que nos enseñan a pensar. No significa simplemente el desarrollar las habilidades mentales para su aplicación en disciplinas individuales: las universidades son una oportunidad de observar el mundo a través de muchos ojos y experiencias, y contemplarlo desde otras distancias –muchas veces, claro, fuera de la ortodoxia familiar.
Además, aprender a cómo pensar es solo el inicio. Más importante es la construcción de un ser, y la universidad es fundamental para ello por el constante flujo de ideas, libros, arte, casos de éxito y fracasos, pensamiento crítico, discusiones y opiniones. “Las universidades no son la única oportunidad para aprender a pensar”, concluye Deresiewicz, “pero es la mejor”.
¿Universidad on demand?
Las microacreditaciones, los cursos masivos abiertos en línea y los nanogrados, entre otros, son la tendencia que poco a poco ha venido imperando en el terreno educativo con millones de usuarios. Contienden, muchas veces como una alternativa más viable, contra la adquisición de un título universitario debido a su bajo costo comparativo, la gran posibilidad de especialización y alineación al campo laboral y la mayor velocidad a la que se cursa.
Pero una actualización constante y apresurada, los muchos nuevos cursos y las nuevas universidades virtuales on demand no garantizan un conocimiento profundo o real: los maestros siempre serán necesarios al igual que los espacios de interacción física entre iguales. La alteridad puesta en marcha para compartir lo que se ha aprehendido: eso es jugar con los amigos mientras se aprende a socializar, a esperar, a ser paciente, a tolerar la frustración, sin importar si estás en preescolar o en el doctorado. Profesiones relacionadas con las humanidades, la empatía, las emociones y la salud física y mental (psiquiatría, psicología, las artes, la medicina, etcétera), no se pueden hacer al vapor de un curso online. “Los años tienen algo de lo que no se enteran los días”, reza un proverbio chino.
La creatividad y el pensamiento crítico no pueden enseñarse de la noche a la mañana por más veloces que sean los métodos de estudio. Cultivar la sabiduría en lugar de únicamente el conocimiento que se puede obtener en internet es recuperar el espíritu de la universidad, más allá de los fines utilitarios y de mercado. Empecemos por aceptar que el conocimiento es el mismo. La plataforma es la que cambia y con ello el rol del profesor regresa al origen: alguien que camina junto con sus estudiantes manteniendo conversaciones significativas (incluso con alumnos con celular en mano). De no recuperar este espíritu, las escuelas podrían correr el riesgo de verse superadas como ya les pasó a otras industrias de contenido, como los periódicos y la televisión abierta.
Siempre necesitaremos espacios abiertos para dar tiempo al juego, la pausa y la reflexión, como nos mostraron profes como Platón, Sócrates, Aristóteles y recientemente el provocativo Merlí: nunca dejaremos de cuestionar. Y no olvidemos que los estudiantes son los que determinan el nivel de la discusión en clase (y no necesariamente el profesor).
– ¿Y qué aprendiste hoy en la escuela?
– Nada —diría mi hija—, solo jugar… a eso vamos a la escuela.
Y en el juego lo está todo.