El múltiple origen del multiverso

Por Ruy Feben, Comunidad UDEM

Subestimas cómo hasta las más pe­queñas decisiones pueden detonar di­ferencias significativas a lo largo de la vida. Cada mínima decisión detona un nuevo universo, otro… ¿qué no estabas poniendo atención?” No es la primera vez que la versión heroica de su marido le ex­plica esto a Evelyn Wang. Pero es importante que ella lo escuche (igual que nosotros) una y otra vez antes de que Everything Everywhere All At Once se vuelva de verdad una película sobre las graves consecuencias que pueden tener decisiones aparentemente inocuas: “cuando salgas del elevador, puedes dar vuelta a la iz­quierda y revisar tus impuestos, o a la derecha, donde te estaré esperando dentro del clóset de mantenimien­to”, le dice el marido, o la versión que otro universo tiene de su marido, a Evelyn.

Es importante que escuchemos la explicación del marido tantas veces como sea posible, puesto que a partir de ese momento la película se pone de verdad intensa: vemos versiones de Evelyn donde no es la inmi­grante que atiende una lavandería y lidia con impuestos, sino una famosa actriz; otra donde es una chef que comparte cocina con un personaje como el de cierta película de Disney; otra en la que nuestra especie derivó en especímenes con dedos de salchicha; otra más donde la hija de Evelyn crea un vór­tex con forma de ba­gel capaz de devorarlo todo; una más en la que Evelyn y su hija son pie­dras que son capaces de comunicarse.

Etcétera: la película se ha ganado un lugar entre los cinéfilos más arriesgados porque se atreve a hacer muchas cosas que ninguna película se había atrevido a hacer. Y no, no es precisamente la rup­tura del guion, la metaficción o el apelmazamiento de referencias e imágenes: lo que Everything Everywhere All At Once hace es simplemente asomarse a lo que de verdad podría significar la existencia de una totalidad donde no solamente existe un universo, sino muchos, donde todas las posibi­lidades ocurren a la vez.

Un concepto que el cine ha explorado en toda clase de géneros, pero que intriga a la ciencia y que aparece como idea desde las filosofías y religiones más antiguas, y que recientemente se ha puesto de moda: el mul­tiverso.

UN ENORME CUERPO QUE SUPURA UNIVER­SOS

La idea del multiverso se popularizó a partir de su uso en la ficción, so­bre todo en los últimos 30 años. Sin embargo, el concepto es mucho más viejo. Como tal, fue enunciado por primera vez en 1895 por el psi­cólogo estadounidense William James. Y a pe­sar de ser un concepto altamente abstracto (después de todo, ¿cómo pode­mos estar seguros de la existencia de otros universos, paralelos al nuestro, donde existen otras versiones de nosotros?), James era un empirista, cuyo trabajo es­taba centrado en la experiencia de sanación mental.

A diferencia de muchos científicos de su época, defendía el trabajo de los curanderos tradicionales, el cual investigó, inaugurando el estudio de la psico­logía de la religión. Aunque James acuñó el término, lo utilizó de manera muy distinta a como lo hacemos hoy: “la naturaleza visible es maleable e indiferente: un multiverso, podríamos decir, y no un universo”. Para James, la idea del multiverso estaba relacionada con las muchas maneras de percibir el mundo: la realidad está constituida por una visión múltiple, y no objetiva, de cuanto existe.

Es decir: el multiverso es, antes que una obsesión narrativa o una aparente locura física, una idea para lo que no pertenece al mundo sensible: proviene de la ex­periencia religiosa. No es de extrañar entonces que la más antigua definición del multiverso venga de una reli­gión. Aunque no lo llamaron “multiverso”, los hindús lo definieron en Bhagavata Purana hace más de 5 mil años. Hablaban de una serie de “lokas” o niveles de existencia, dispuestos como distintos pisos; las personas que vivi­mos en esta encarnación vivimos en el Bhu Loka.

A través de meditación, el sueño y prácticas como el yoga o el tantra, podemos acceder a otros lokas, donde habitan versiones nuestras con distintas características; así lo explica Nithyananda Paramashivam, la máxima au­toridad del hinduismo actual: “en Svar Loka vivimos en un estado de máxima dicha y estabilidad; en Mahar Loka vivimos en el pico de nuestras posibilidades; en Jana Loka vivimos en múltiples cuerpos a la vez; en Tapa Loka sorteas todos los obstáculos que te permiten darte cuen­ta de que eres un Paramashiva (un iluminado)”.

Si la experiencia del multiverso hindú nos remite a ciertas películas de Marvel (¿es el Spiderman de Toby Maguire la versión de máxima dicha? ¿Es el de An­drew Garfield el que se enfrenta a más obstáculos?), la creación de este multiverso bien podría ser parte de una obra de Lovecraft: Mahavisnu, el Gran Vishnu, el protector del cosmos, está acostado en un rincón del gran Océano Causal (aguas primigenias de las que proviene toda la vida); de sus poros emanan semi­llas que, al contacto con el agua primordial, generan la vida: cada semilla un universo distinto. Todos los mundos paralelos, todas las versiones del ego, todas las versiones de cada uno de los elementos, supuran de ese cuerpo gigante, que dice el hinduismo, “ningún humano es capaz de comprender”. La idea hindú del multiverso estaba íntimamente ligada con el cuerpo: el del ser humano, dicen, es el único que puede acceder a otros universos gracias a que tenemos una columna vertebral vertical, que nos permite activar los chacras.

Pasaron más de 2,500 años para que en Occidente surgiera una idea similar. Epicuro la sugirió en el siglo 3 a.C.: definió un fenómeno de las partículas primor­diales (como él le llamó a los átomos), la parenklesis, según la cual los corpúsculos se mueven de manera aleatoria. En respuesta a Demócrito y a Aristóteles (quienes pensaban que los átomos siempre seguían un movimiento vertical hacia abajo, sugiriendo que todo lo que ocurría estaba predeterminado), Epicuro asegu­raba que los átomos chocan entre sí, provocando toda clase de posibilidades. Con esto negó el determinismo de sus predecesores y justificó el libre albedrío. Dos siglos después, el romano Lucrecio, seguidor de las ideas de Epicuro, llamó a este mismo fenómeno clina­men: “Es necesario que los cuerpos se vayan desviando cada vez un poco más, aunque no más que lo menos posible (…) ¿De dónde sale, insisto, esa decisión desli­gada del destino gracias a la cual nos dirigimos adonde a cada uno arrastra su gusto (…)?”, escribió en su De Rerum Natura, sugiriendo que todos los desvíos posi­bles no solo pueden ocurrir, sino que, de hecho, ocurren.

EL JARDÍN DE LOS SENDEROS QUE SE BIFURCAN

En realidad, la idea del multiverso fue considerada, a lo mucho, como un entretenimiento filosófico (o una rancia idea religiosa del lejano Oriente) hasta bien en­trado el siglo 20. Para la Ilustración, modelo filosófico asentado en los ideales de objetividad y razonamien­to, la idea era sencillamente una locura: las leyes de la naturaleza, tan fijas, tan bien comprendidas por el pensamiento científico, sencillamente no permitían to­mar en serio la idea de muchos universos ocurriendo al unísono: ¿qué clase de desorden sería ese?

Pero el siglo 19 cuestionó el pensamiento moderno a través del Romanticismo, y luego los primeros años del siglo 20 lo pusieron de cabeza, cuando el aparente dominio del orden natural otorgó a ciertos imperios el poder para hacer la guerra más devastadora de la historia (hasta entonces).

El psicoanálisis nos permitió considerar seriamente otros niveles de realidad (el inconsciente) y aparecie­ron pensadores como William James, que investigaron con seriedad la experiencia religiosa, entre otras co­sas antes impensables. Autores como Virginia Woolf, William Faulkner y James Joyce retaron la estructura tradicional de la novela (antes de ellos escrita siempre como una visión objetiva, u objetivizante, de la reali­dad) y empezaron a escribir textos donde muchas co­sas ocurrían a la vez, a veces sin una estructura clara.

En ese contexto, el estudio de la física también cambió y, en 1927, Erwin Schrödinger empezó a traba­jar en lo que después sería la física cuántica. En 1935 formuló su famoso ejercicio: un gato encerrado en una caja, sometido a un accidente químico que podría o no matarlo, permanecerá vivo y muerto a la vez mientras no se abra la caja.

A Schrödinger se le criticó mu­cho por ese ejercicio, y él mismo se retractó cuando se dio cuenta de que su idea, que era una mera hipó­tesis, no se correspondía con los re­sultados de los experimentos en la realidad, que siempre eran definitivos. Pero en 1952, el físico estadounidense Hugh Everett formuló su interpretación de los muchos mundos de la mecánica cuán­tica, que le respondía a Schrödinger: sí hay un número infinito de Tierras paralelas; lo que pasa es que, cuando haces un experimento, lo único que puedes demostrar es que vives en un uni­verso donde ese experimento tuvo el resultado que obtuviste. Everett es considerado el padre del mul­tiverso tal y como lo pensamos hoy, a pesar de que fue ridiculizado por su propuesta (el científico terminó abandonando el campo de la física cuántica y murió alcohólico y relativamente joven en 1982).

No se ha comprobado científicamente la existen­cia del multiverso, pero ya existe una línea del tiempo: se prevé que en la próxima década podríamos estar comprobando la existencia de universos infinitos (que comparten leyes de física). Si bien la ciencia tiene pendiente el qué y el cómo, la imaginación popular ya se ha encargado de ir llenando el porqué, el para qué y el “qué divertido sería”. Ahí tenemos al Univer­so Cinematográfico de Marvel (cuyo mismo nombre contempla la existencia de otros universos Marvel), las Crónicas de Narnia, Dragon Ball, Indiana Jones, Star Trek, Philip K. Dick, Ítalo Calvino, Doctor Who, Rick y Morty, entre otros. No es la primera vez en la historia que la narrativa antecede al descubrimiento, por supuesto, y mucho menos en este tema: en 1941, Jorge Luis Borges se adelantó 11 años a Everett, proponiendo en su cuento “El jardín de los senderos que se bifurcan”, una visión del multiverso muy similar a la pre-sentada por el científico.

Mientras pasa (mínimo) la dé­cada en la que se descubrirá (o no) el multiverso, seguiremos especulando sobre sus posibles consecuencias. Seguiremos haciéndonos la pregunta que, después de todo, tam­bién nos ha hecho la religión, la filosofía, la ciencia… y el bagel gigante que tiene todo encima en Everything Everywhere All At Once: ¿cuál es la verdad?