Entre pasiones y cansancio: Las tramas y complejidades del mundo laboral

Por: Zaida Carolina Martínez Arreola, ExaUDEM (‘20) de la Licenciatura en Sociología

Al iniciar con la redacción de este artículo, me preguntaba cómo comenzar a escribir un texto sobre los trabajos y su futuro. Fue un proceso complejo: cuando se viven ciertas situaciones sobre algún tema en particular, la teorización de pronto queda en segundo plano y el sustento brota de las experiencias cotidianas. Creo que no hay cosa que escriba que no me interpele o atraviese de manera directa, y por lo menos espero poder ofrecer algunas pinceladas de lo que simboliza el trabajo en nuestra generación hasta hoy, claramente hablando desde una posición de privilegio, pero también desde otras miradas que intersectan distintas dinámicas. Cuando era más chica, pensaba en el futuro e imaginaba siempre uno donde estuviera trabajando. Y es que, desde temprana edad nos preguntan qué queremos ser cuando crezcamos. Incluso los juguetes eran microestaciones de trabajo: jugar a ser policía, médico/a, profesor/a, entre otros. Recuerdo bien ciertos espacios que se crearon como miniciudades para infancias en Monterrey: Kid Zania y Mundo de Adeveras, las ciudades adultas a menor escala; la diferencia es que ahí el trabajo pasaba por una cuestión lúdica, se pagaba por “jugar a trabajar” en pequeñas reproducciones de espacios representativos de la productividad. 

En ese esquema de crecimiento, era impensable que con seis años de edad tuviera el deseo de ser socióloga o antropóloga. Además, la influencia del contexto social y particular inciden en la formulación de expectativas, y debo decir que sí existe un hito particular que me formó y me llevó a estudiar y transitar por el área de las ciencias sociales y humanidades: mi madre. Puntualmente, nunca recibí un comentario de ella pidiéndome que fuera socióloga, creo que es raro o excepcional quien sí lo haga. Pero fue a través de nuestras experiencias compartidas, modos de aprender y ver la vida lo que formó mi criterio y me permitió trazar un camino profesional. Sin embargo, cuando pensaba que mi pasión e intereses iban a guiar mi elección profesional, el criterio en torno a las carreras de humanidades o ciencias sociales —en su mayoría— se traducía en precarización laboral, así como desempleo seguro. Es cuando comencé a escuchar sobre “el sueño defeño”, ya que en Monterrey sigue siendo complejo hablar de humanidades como una profesión que pueda tener sustento en un contexto industrial, así como en una cultura del trabajo preponderante y alta competencia.

En este contexto, pareciera ser que si no se aborda desde un esquema productivo, la necesidad de contar con este tipo de currícula es un agravio para los esquemas de emprendimiento que siempre “ascienden”, innovan y producen egresadas y egresados ad hoc a lo que el sistema de producción regia necesita. Esto, de alguna manera, genera personas sumamente competitivas, promoviendo una adicción al mérito y al reconocimiento, al tener siempre más y al pensar que nada nunca es suficiente, perdiendo de vista la cooperación y apoyo mutuo. Considero que el impulso y mérito son necesarios, pero también dañinos, y valdría la pena pensar de qué manera y para qué fines se promueve esta adicción al reconocimiento.

EL MITO DE LA MERITROCRACIA 

Hay algo interesante en la premiación, y es la parte del estímulo. La capacidad comienza a ser medida por el “10”, por ser la o el más sobresaliente de la generación, por dar el extra. Ahí desarrollamos la competencia y no la colaboración, algunos dirán que es superación, y es válido. Pero lo peligroso es el “producir por producir”. Lo peor es que nunca es suficiente y deja de haber satisfacción o corazón en la producción. Es cansado. Cuando el estímulo tropieza, deja de haber premios, reconocimientos, y pasas un lugarcito abajo, hay nuevos conocimientos, nuevas generaciones y nuevas enunciaciones, entonces la insatisfacción y la presión, así como el sentido de no ser suficiente, siempre se presentan. Sin embargo, existen otros esquemas que impulsan las colectivas, cooperativas y movimientos que se mueven en equipo, sin personalismos, y cuyas satisfacciones son comunitarias, por las acciones trabajadas en conjunto por meses; no se trata de calificaciones, sino de intervenciones con pertinencia cultural. De alguna manera podemos llegar a pensar que todos los diplomas del mundo van a asegurarnos un trabajo estable o, por lo menos, que nos ayudarán a batallar un poco menos a la hora de conseguirlo. Esto sin duda, no es así. El cúmulo de méritos deja de cobrar sentido al enfrentar el mar del desempleo; comienzas a pensar que quizá la gente no se equivocaba cuando decía que las carreras de humanidades no tendrían futuro o un espacio en esta ciudad. 

El ámbito privado permite la reproducción y acceso al capital social y cultural en distintos espacios. Por ningún motivo es ir en detrimento de aquello que llamamos esfuerzo, pero es necesario reconocer los contactos y los beneficios a los que se acceden desde este ámbito, y eso es precisamente lo que permite la circulación y acceso a espacios a los que, con indiscutible evidencia, no todas las personas pueden acceder. Sin hacer menos válida mi experiencia sobre la incertidumbre de estudiar una carrera que “no vende”, reconozco que en ningún momento sentí la necesidad de pensar en alguna cuestión adversa para no hacerlo o que me dejara sin comida o techo. Para mi sorpresa, hubo dos coyunturas sustanciales que me hicieron reconsiderar el valor real del mérito y concluir que, ciertamente, eso que solemos pensar de que el que está más preparado es el que más escala, no es verdad. 

Es cierto que el esfuerzo personal vale, pero se glorifica al punto de hacernos pensar que es lo único que nos llevará a la cima del éxito y, en un futuro, a compartir silla con Carlos Slim. La cosa no va por ahí. El discurso del mérito se articula en función de ciertas premisas particulares; permite la reproducción del rechazo a todas las personas que no se esfuerzan “igual que nosotras y nosotros”. De ahí, surgen pensamientos como que el pobre es pobre porque quiere, que lo que hay son personas flojas que no quieren chambear y por eso se merecen y están destinadas a la miseria. Una colega mixteca me comentó que a eso se le llama “echaleganismo”. Es muy sencillo permear ese discurso en la psique de la población para seguir perpetuando el clasismo con decir “esa persona en situación de vulnerabilidad le echó bastantes ganas y dejó de flojear para salir adelante”. Creo que si algo me dio mi formación no solo académica, sino de vida, es tener pensamiento crítico. Ese tipo de discursos permiten la reproducción de la visión de las personas precarizadas en “ejemplo” en detrimento del grueso poblacional que ni “echándole muchísimas ganas” logra salir “adelante”.

Es interesante la manera en la que se va conformando el imaginario “ejemplo” de la persona que sí pudo y “sí quiso superarse”. De acuerdo con Jo Littler, “la idea de meritocracia se utiliza para que un sistema social profundamente desigual parezca justo cuando no lo es”. Y creo que bajo este hilo conductor podemos entender que no todo en la vida es el esfuerzo, sino las condiciones y circulación de capitales que permiten nuestro acceso a ciertos espacios. 

Según Sergio C. Fanjul, “el camino hacia el éxito suele ser una lucha solitaria y en contra de los demás, que no tiene demasiado que ver con el progreso colectivo. Los medios de comunicación y los anaqueles de las librerías están llenos de ejemplos moralizantes de superación personal y manuales para la ascensión a la cima, muchas veces partiendo a pulso desde las condiciones más adversas”. Sin embargo, creo que tampoco se toma en cuenta los tipos de violencias que el sector privado reproduce, como los accesos a becas y exclusión silenciosa en sus instalaciones; esto, por supuesto, desde las universidades. La labor de “echarle muchas ganas” se vuelve cansado luego de tener que atravesar por dinámicas de discriminación o segregación interna para ciertos sectores poblacionales que acceden a dichos espacios.

EL SABER ACADÉMICO NO ES EL ÚNICO SABER 

Una cuestión interesante es valorar el crecimiento personal únicamente por las vías educativas. Todo este recuento del mérito también nos hace pensar que es imposible que las personas que reciben su ingreso económico primario por vender comida, artículos de belleza, entre otros, no merecen ganar más dinero que nosotras y nosotros que sí tenemos una “notable” formación académica y le hemos echado muchas ganas. 

Alice Krozar lo explica muy bien: “Resulta que la creencia de que cada persona percibe el ingreso que se merece justifica brechas enormes entre ingresos altos y los demás”, y a pesar de que se crea que el ingreso obtenido es fruto del esfuerzo, usualmente el invertido no es proporcional al éxito obtenido. Que no entre en el esquema de trabajos “nobles” o “dignos” no es poco. Nos vamos por criticar y demeritar el esfuerzo que claramente acreditan estos; la cuestión es que pensamos que por haber estudiado una carrera universitaria merecemos más que “ellos” que no estudiaron nada y, por lo tanto, no merecen un buen vivir. La cosa es que no cuestionamos las estructuras que siguen permitiendo la precarización de sueldos, la explotación laboral, el burnout, y lo peor es que por falta de más y mejores oportunidades se termina por aceptar las condiciones mínimas.

Este nivel de sobreexplotación se entiende a partir de las dinámicas de las élites económicas y políticas. Y ni qué decir de las vacaciones, que son solo 12 días en todo un año. Son estas dinámicas las que se vuelven permisivas de situaciones que sobrepasan nuestra capacidad de entregar más de lo requerido a un espacio de trabajo. “Ponerse la camiseta” o estar agradecida/o por tener un espacio de representación no será nunca más importante que el bienestar propio. 

¿HAY TRABAJOS QUE VAN A DESAPARECER? 

Comenzaría por hablar sobre la desaparición de ciertas profesiones en la currícula académica de las universidades. Es evidente que, cada vez con mayor presencia, vemos profesiones encaminadas al emprendimiento, creación de negocios, desarrollo tecnológico e innovación; se busca sobre todo formar líderes emprendedores que puedan crear, producir y ser historias de éxito de la escuela que los engendró. 

Sin embargo, creo que hay que decir que la falta de apuesta por las humanidades y/o ciencias sociales inhibe el camino a imaginar otras posibilidades y dirimen el posicionamiento de estas como un medio de pensamiento crítico, y que no necesariamente tienen que entrar en un mismo esquema de producción constante, sino diseñar los mecanismos para entender estas dinámicas y crear otras alternativas. Cuando hablamos del futuro también imaginamos mundos distópicos; el futuro llega a diario y considero que antes de pensar en una desaparición de cualquier profesión, pensemos en que la mano de obra para las grandes empresas sigue siendo un ente necesario en la maquinaria de la reproducción de la desigualdad social. 

Creo que en la imaginación a veces se nos van los ojos muy arriba y es válido, pero sí considerar y ver las dinámicas existentes que no están ni cerca de desaparecer. Me parece que atravesamos una situación compleja, y de lo que se ha hablado hasta aquí ha sido de cómo nos hemos configurado a partir del mito del mérito y las posibilidades que tenemos y por las cuales optamos para trazar un camino profesional. Actualmente, circulan muchos comentarios encaminados al desinterés de la juventud en estudiar y aprender, y como dicen algunas y algunos compañeros: “El dinero ‘honesto’ no alcanza para nada”. Y esto lo digo por juventudes que se dedican a crear contenido de maneras diversas y son también foco de críticas para quienes toda la vida han sido instruidos desde “el buen camino”.