Roma, la ciudad fantasma

Esta es la crónica de Rodrigo Pola, quien vive en el barrio de San Lorenzo en Roma, sobre los efectos de la pandemia del covid-19 en la capital italiana.

Los primeros días escuchábamos que el norte de Italia la estaba pasando mal. Parecía muy lejano, había quienes estaban preocupados, pero también muchas dudas si llegaría a nosotros. Y sí: llegó.

Hace unas semanas, visité a mis tías que vivían en un poblado cercano y casualmente sugirieron que me quedara a dormir. Estaba lejos de mi departamento y en ese momento parecía exagerado, así que decliné la oferta ya que tenía que trabajar al día siguiente. Regresé solo a mi depa en el distrito de San Lorenzo, en Roma, y desde ahí todo escaló muy rápido. Primero, en nuestro chat de grupo del trabajo, una de las directivas sugirió que comenzáramos a trabajar desde casa. Todavía no había un aviso oficial, pero dos de mis compañeras están embarazadas, así que sonaba sensato que estuvieran más preocupadas.

El lunes me aparecí en la oficina como siempre, en la cual se discutió que se podría trabajar en casa, pero no era obligatorio, así que pidieron que levantaran la mano quiénes pensaban ir físicamente a la oficina. Fui el único en levantarla. Trabajo a una cuadra de mi departamento, por lo que ir, para mí, no representaba mayor esfuerzo, así que me quedé solo con mis jefes. Para el día siguiente, uno de ellos me entregó las llaves de la oficina por si no llegaba al día siguiente; en la tarde me quedé solo.

Lo que nunca: la Fontana di Trevi sin turistas.

Ese mismo martes en la noche dieron el cierre oficial de todo el país: movimientos restringidos, medidas preventivas y salidas limitadas, aunque seguían abiertos los restaurantes y bares. Dos días después, todo se cerró, excepto los supermercados y farmacias. La gente desapareció de las calles, fue la semana que más se vació. En este barrio, cercano a la universidad –donde todo está dedicado a rentas para estudiantes– los bares y restaurantes que normalmente están repletos, estaban desolados. Ahora los únicos que salían a la puerta eran los estudiantes con maletas en mano y boletos de regreso a sus casas y familias.

Todos actualizaban las páginas de noticias con las gráficas de contagios, posibles casos, atentos a cada cambio, medida o recomendación sin parar. Unos días después, la rueda de prensa nacional (fuertemente anunciada) sorprendió cuando se declaró el cierre completo de Italia. Recordé cuando apenas escuchábamos del virus en el norte y el cierre de esa región, pero no esperábamos que fuera a extenderse de esa manera. Al principio, todo estaba focalizado en el norte y aún así, se me hacía intenso que hubieran existido los cierres. Y ahora, anunciaban que todo lo “no esencial” debía cerrar.

La siguiente semana, todos los días podías ver las filas del supermercado que doblaban la esquina. Tuve la suerte, el domingo anterior al cierre, de haber ido para abastecerme de lo necesario. Pasaban los días y las filas no bajaban, guardando distancia de hasta 3 metros entre cada uno, extendiendo la distancia de espera. El límite interior del supermercado era de 5 personas al mismo tiempo, lo cual descubrí un par de días después cuando tuve que regresar. A pesar de las noticias de escasez, seguimos con un abasto completo de productos, algo extraño considerando las noticias alarmantes. Y los clientes frecuentes, son adultos mayores –la parte de la población que está en mayor riesgo–. Me sorprendió verlos comprar solo un par de cosas para el día, regresando cada día o cada dos al supermercado. Son locales que han vivido toda la vida en esta parte de la ciudad, ahora abandonada por los jóvenes universitarios que huyeron.

Los símbolos de Roma sin personas.

A pesar de múltiples letreros en la calle y asociaciones que se ofrecen a asistirlos, los adultos mayores prefieren hacer las compras por sí mismos. Puede que sea por miedo o desconfianza de que se quieran aprovechar de ellos. Los casos de robos por algunas personas que fingieron ayudar a adultos mayores limpiando sus apartamentos tampoco ayudaron.

Hace varios días que no veo a nadie en mi edificio. Compartimos un patio interior: la música desde los balcones y las conversaciones animadas que se hicieron virales solo duraron una semana. Ahora solo hay silencio, una ciudad que se ha vuelto fantasma.

Ya no estamos en un estado alerta, vigilando el conteo de casos, ni obsesionados por saber las últimas noticias. Hemos caído en una nueva rutina en la que sabemos que, por lo menos, estaremos encerrados por un mes más, mínimo. Ya nadie habla de cuándo va a parar, estamos en modo de supervivencia. Hay malas noticias en los trabajos: en mi caso, quedamos menos de la mitad del personal. Mientras pasa la crisis, no importa si es lunes, miércoles o viernes, todo es igual en lo que esperamos el día en el que podamos contar esta historia con un vecino como una dificultad del pasado.