Big Brother is Liking You

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Esta es una crónica, experimentada en carne propia, de las secuelas de exponer nuestra vida por 15 minutos de fama… y todo lo que puede pasar.

La tía Tere me conocía mejor que mis padres. Sabía cuánto amaba los cuentos de ciencia ficción y para mi cumpleaños 16 me regaló, sin saber, una historia que marcaría mi destino. El título de aquel regalo era una fecha, una predicción: 1984. En casa había dos reglas: el que no trabaja no come, y leer es una actividad para gente sin quehacer. A causa de esa dos reglas la tía me hizo prometer que lo leería por las noches y cuidaría que mi padre no me viera. También confesó, un poco apenada, sus dudas sobre el libro, pero confiaba en la recomendación del dueño de la librería que lo había descrito como “un excelente título para una adolescente devoradora de libros”. Así fue como conocí a Orwell y el significado de la palabra “distopía”.

Ese primer contacto con Big Brother, o El Gran Hermano, no me hizo mella, por lo menos de inmediato. En mi mente sólo se grabó el terror de Winston (personaje principal de la novela) hacia las ratas y la forma en cómo lo hicieron traicionar a su amada Julia. Con su mundo hipervigilado y alienante, Orwell abrió una grieta en mi interior la cual seguí explorando a través de Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932); Fahrenheit 451, de Ray  Bradbury (1953), y Yo robot, de Isacc Asimov (1950). Los tres libros completaron el mosaico de mis temores futuros. En mis pesadillas adolescentes, el año 2000 estaría plagado de robots superinteligentes que dominaban a la humanidad, niños de diseño, pantallas omnipresentes, autos voladores y sociedades alteradas bajo el influjo de alguna droga ultra tecnológica. 

Lo extraño es que mientras fui creciendo, esas ficciones se diluyeron en una realidad cuyo discurso era más suave y algodonado e incluía la palabra ‘progreso’ como destino final. Como parte de la generación X, íbamos avanzando de mano de la tecnología, trabajando y estudiando con ahínco hacia un futuro mejor. 

DE LA REALIDAD AL REALITY SHOW

El segundo encuentro con la figura de Big Brother ocurrió hace 15 años. Era el primer reality show y como tal presentaba innovaciones en formato, casting y experiencias. Como creativa y comunicadora, me empeñé en ser parte de uno de los fenómenos televisivos en México para entenderlo desde la entraña. Mi vida dio un vuelco de 180 grados al ser elegida, entre más de 300 mil aspirantes, para habitar “la casa más famosa de México”. Así, el 2 de marzo de 2003 el mundo tal como lo conocía se terminó.

Dicho así no parece mucho, pero los millennials estaban naciendo o eran niños pequeños. El servicio de internet era incipiente y la televisión por cable reinaba como principal medio de entretenimiento. Describo un mundo –no tan lejano– sin Netflix, Uber, ni Spotify en la que estar expuesto todo el tiempo  frente a una cámara  era una auténtica novedad.  

Dentro de la casa estaba prohibido escribir, desarrollar afectos e intentar tener contacto con el exterior a riesgo de ser expulsados. (Hoy no suena tan grave, pero piensa cómo te sentirías si te quitan el celular 24 horas).

Para obtener comida, cigarros o cerveza era necesario realizar tareas absurdas, locas y a veces tan estúpidas –inspirando a los futuros youtubers,  sin el castigo del encierro– como lanzarse desde lo alto del bungee, estar en vela 24 horas o meterse en una alberca congelada para sacar latas de refresco y ganarse un Porsche.  

Los espectadores creían ver en tiempo real todo lo que ocurría dentro de la casa, sin embargo, la realidad hipervigilada era editada por los realizadores quienes mostraban en televisión abierta o en exclusiva por Sky “otra realidad”. Cada noche se proyectaba una narración con giros y frases sacadas de contexto para crear tensión, rivalidades y enamoramientos, es decir, un auténtico reality show de alto rating exigido por productores y anunciantes.  

¿Era real lo que la gente miraba? No del todo. La realidad en televisión era una edición que ignora aspectos importantes y dejaba en la superficie lo que el espectador quería ver. 

En 2019, esa práctica de edición de la realidad la descubrimos en las selfies de los influencers cuya vida parece tan “auténtica” que cautiva miles de seguidores. Sin embargo, el enamoramiento de lo auténtico en las redes dura poco. Después de un tiempo notamos que esa personalidad digital es el resultado de un estudiado proceso de edición enfocado a la obtención del like y/o de un comentario para obtener ganancias. Los personajes digitales, con su drama personal, vinculan emociones con las marcas patrocinadoras (tal como sucedía en la casa de Big Brother).

Solamente duré 32 días metida en la locura llamada Big Brother, El complot. Al salir por voluntad y no por nominación ni elección popular –como estaba estipulado en el programa– los periodistas de espectáculos me preguntaban por qué decidí formar parte del reality show. Mi respuesta siempre fue “por arrogancia, creía que tenía algo interesante qué decir”. De haber sabido lo que sucedería dentro de la casa mi respuesta hubiera sido “por ignorancia, no tenía idea del resultado alucinante de ser vigilada 24/7”.

“En mis pesadillas adolescentes, el año 2000 estaría plagado de robots superinteligentes que dominaban a la humanidad, niños de diseño, pantallas omnipresentes, autos voladores y sociedades alteradas bajo el influjo de alguna droga ultra tecnológica”. 

LA LIBERTAD DE MIRAR Y SER MIRADO

A la distancia puedo reconocer cómo esa experiencia me transformó en testigo liberal de las redes sociales digitales. Los foros en internet, a principios del 2000, eran la forma de conectarse con otros. Naranja, una compañía contratada por Televisa, era la encargada de gestionar los foros sobre Big Brother. 

Para saber qué decían los fans, me dieron una contraseña y pude leer los comentarios sin censura. Ahí fue donde realmente me sentí expuesta, vulnerable, insignificante, pero también aprendí mucho sobre cuánto se debe temer o legitimar a un ser anónimo que lanza lo mismo halagos que improperios cuando nadie lo ve. Ellos podían insultarme, pero al no tener cuenta propia yo no podía hacer lo mismo. Hoy las redes permiten mirar y ser mirados, pero a diferencia de la televisión, dan a todos por igual el derecho de opinión y de réplica. En casi cualquier red es posible interactuar con otros, exponer argumentos y dar la cara ante cualquier situación. Los que participamos en Big Brother vivimos nuestros 15 minutos de fama “warholianos”, pero a cambio de 105 días de encierro, vigilancia y retos. Hoy basta un tuit, un meme o video de siete segundos para convertirse en #LadyCajero o #LordFerrari y ser trendig topic con una vigencia tan impactante como efímera. En contraparte, las redes han abierto una veta genuina de expresión para gente. Gracias a ello muchas injusticas ha sido reveladas como el #MeToo, el cual ha tenido un escaparate sin precendente.

La guerra en los últimos años, dominada por conversaciones entre los millennials, se libra con base en tuits amenazantes o bravucones al más puro estilo Trump (irónicamente, este controvetido presidente aprendió de ratings y audiencias en su propio reality show).

Y eso es lo maravilloso, lo inquietante. Nadie sabe con certeza hacia dónde vamos, que  contenido se hará viral, quien “romperá internet”, o incluso si un día nos cansaremos del trending topic.

Lo innegable del rastro que deja la estela digital es la congruencia o incongruencia
de los actos de sus personajes. En cada ola de conversaciones virales podemos ver cómo se muestra la tolerancia o intolerancia de los espectadores. Así vamos todos, entre bromas y en serio, entre meme y hashtags, conocimiento wiki y programas abiertos contruyendo el futuro  digital.

“La última edición de Big Brother fue un fracaso rotundo. ¿Por qué? El concepto de Big Brother del siglo XXI es un doble juego. A través de un smartphone en mano todos miramos y somos mirados”.

HACIA UN MUNDO FELIZ

No podría –ni quiero– hacer de mi experiencia una verdad absoluta sobre el fenómeno mediático y digital; sólo parto, como diría el periodista Julio Villanueva Chang, de una historia individual para retratar la mentalidad de una sociedad en un tiempo determinado.

Ya no necesitamos encender la televisón para ver un reality show. La última edición de Big Brother, en 2015, aún con la inclusión de redes sociales, fue un fracaso rotundo. ¿Por qué? Quizá porque el concepto de Big Brother del siglo XXI es un doble juego. A través de un smartphone en mano todos miramos y somos mirados. Cuando los espectadores se volvieron también productores, el concepto evolucionó. Nosotros somos la cámara, el vigilante y el vigilado. En cada post nos exponemos y entregamos voluntariamente datos, momentos privados, pensamientos, resentimientos, ideologías y sueños. Cámara en mano somos nuestros propios observadores mientras cocinamos, viajamos, entrenamos a nuestra mascota o damos consejos de autoayuda. 

Dicen que uno se porta bien cuando se siente observado –y a la gran mayoría nos gusta sentir una mirada de aprobación–. Entonces, ¿podría esta auto observación creativa dar lugar a una nueva forma de colaboración ético social, positiva y edificante como ningún escritor ha imaginado? (por lo menos los guionistas de ciencia ficción de la serie Black Mirror no lo han planteado).

Para mi fortuna el mundo no se acabó en el año 2000 como temía en mi niñez (ni en 2012, como después imaginaron casi todos), pero, definitivamente, se parece mucho a los libros que me marcaron. ¿El pasado nos condena? Después de todo lo vivido, a mis 50, creo que no. Coincidio más con una visión creativa de otras realidades futuras y me niego a aceptar teorías apocalípticas de un mundo al filo del abismo. Me gusta pensar que estamos viviendo un futuro genético y tecnológico imaginado más por Huxley y Bradbury que por el pesimismo de Orwell.

Soy optimista. Gracias a la ciencia ficción –y a la tía Tere– descubrí cómo los seres humanos somos capaces de recordar el pasado y observar el presente para inventar un futuro que otros puedan hacer realidad. Mirando una pequeña pantalla sobre mi mano aún mantengo la esperanza de usar, en la próxima década, un nano smartphone biológico con el cual dar follow a esa chica, mitad robot, mitad centennial, capaz de llevarme a la luna para tomar baños de sol.

 

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